A veinte años: paradojas de la cultura
-Gabriel Zaid
En 1993, Canadá, Estados Unidos y
México negociaban el Tratado de Libre Comercio. Los canadienses,
conociendo la tradición cultural de México, buscaron a los mexicanos
para dar trato aparte a la cultura, frente a la oposición de los Estados
Unidos, que no quería. Se llevaron la sorpresa de un rechazo tajante:
"La cultura no nos importa".
Fue una declaración llamativa. México había tenido gobiernos sin interés
por la cultura, pero ninguno que lo proclamara. Por el contrario, la
tradición era usar la cultura como bandera. Desde el porfiriato, la
monocracia se legitimaba de muchas maneras, y la más alta era la
singularidad nacional frente al poder externo, en el marco de una
historia, una cultura y un territorio propios, que justificaban la
autonomía del país (y, de paso, la hegemonía interna).
A diferencia de los criollos, que se creían con derecho al poder por
haber nacido aquí (no por tener una cultura distinta a los nacidos en
España), los mestizos inventaron la afirmación nacional basada en la
cultura propia, de raíces indígenas y españolas. En el siglo XIX, las
intervenciones militares de los Estados Unidos y Francia, y el despojo
de una gran parte del territorio nacional, reforzaron el nacionalismo
cultural. En el siglo XX, el nacionalismo revolucionario del Estado
justificó su independencia, no sólo por su capacidad de imponer la
violencia legítima internamente y frente a los invasores, sino por
encarnar una cultura nacional.
México se adelantó a lo que Francia (en las negociaciones del mercado
común europeo) llamó la "excepción cultural": la doctrina de que el
fomento de la cultura nacional es de especial interés para el Estado, y
merece trato aparte en los tratados internacionales, la legislación, los
impuestos y el presupuesto. Por esta doctrina, en Irlanda las regalías
autorales de escritores, músicos y pintores están exentas del impuesto
sobre la renta; los libros no pagan IVA, etcétera.
La excepción cultural se entiende especialmente de países como Irlanda y
México, que tienen situaciones análogas: vecindad con una gran potencia
imperial; economías dependientes del poder vecino; notable patrimonio
cultural; mayoría católica frente a mayoría protestante; lengua
diferente (irlandés, español), frente al inglés que los invade.
Hay quienes creen que, en esas circunstancias, no hay más camino que
marginarse, encerrarse y estatizar para resistir el peligro de acabar
como Puerto Rico: un "Estado libre asociado". Hay quienes, por el
contrario, creen que lo único realista para salir de pobres es seguir el
ejemplo de Puerto Rico, que tenía un PIB por habitante inferior al de
México y hoy lo duplica.
Los unos y los otros se equivocan, como lo demuestra el ejemplo de
Irlanda, que ha logrado un extraordinario desarrollo, sin hacerle ascos a
la globalización, pero protegiendo su cultura. En 1950, su PIB por
habitante era de la mitad que el británico: hoy lo rebasa. En cambio,
Puerto Rico ha logrado menos de la mitad del PIB por habitante de los
Estados Unidos (y México menos de la cuarta parte).
Los salinistas (1988-1994) tenían doctorados en el extranjero, una fe
ciega en sí mismos y, sobre todo, la convicción tranquila de que tener
el poder es tener la razón. Se sentían más allá de la tradición, como
fundadores de una modernidad necesaria. Un periodista extranjero, que
cubrió su campaña presidencial y hablaba perfectamente español, contaba
con extrañeza que no sólo hablaban en inglés con él, sino entre sí.
La baja prioridad cultural de los modernizadores (de entonces y de
ahora) no se tradujo en recortar los presupuestos educativos y
culturales, que se multiplicaron, sino en administrarlos sin interés por
la cultura: para negociar con los sindicatos, gobernadores y grupos de
presión. Nunca se había gastado tanto en educación como en estos 20
años, pero ni las primarias, ni las secundarias, ni las preparatorias,
ni las universidades, enseñan a leer.
Según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos 2004 del INEGI,
8.8 millones de mexicanos habían hecho estudios universitarios
(incompletos, completos o de posgrado). Según la Encuesta nacional de lectura
2006 del Conaculta, el 23% de esa población universitaria dijo que no
lee libros de ningún tipo; el 40%, que no lee periódicos; el 48%, que no
lee revistas y el 7% (más de medio millón de universitarios), que no
lee nada: ni libros, ni periódicos, ni revistas.
Si así está la población universitaria, es de imaginarse la situación
general, que va de mal en peor. Otras dos encuestas de Conaculta
permiten hacer comparaciones: la análoga de 2012, que tiene el mismo
título, y una anterior de 2003: la Encuesta nacional de prácticas y consumo culturales.
En 2003, el 37% de los mexicanos dice que nunca ha estado en una
librería; en 2006, lo dice el 40%; en 2012, el 55%. En 2006, el 13% dice
que nunca ha leído un libro; en 2012, el 35%.
Otras cifras de 2012: El 5% lee un periódico todos los días, el 30% a
veces, el 65% nunca. El 43% dice que ahora lee menos que antes. El 34%
dice que no le gusta leer. De los que dicen haber leído libros, el 49%
no recuerda el título del último que leyó; el 53% no recuerda el tema.
De la encuesta 2006, hice un análisis más detallado ("La lectura como fracaso del sistema educativo", recogido en Dinero para la cultura).
De donde resulta que algunas respuestas parecen infladas. Según la
encuesta, los mexicanos destinan casi el 2% del presupuesto familiar a
la compra de libros: $220 pesos anuales. Pero según la ENIGH 2004, el
gasto corriente monetario en libros, revistas y periódicos fue el 0.4%
del gasto familiar. Los libros representan cuando mucho la mitad,
digamos 0.2%: diez veces menos que lo declarado en la encuesta.
Según la encuesta, los habitantes de la Ciudad de México (D.F. y zona
metropolitana) de 12 años o más leen 4.6 libros al año: 64.7% comprados,
16.5% prestados por un amigo o familiar, 10.2% regalados, 5.4%
prestados por una biblioteca y 1% fotocopiados. Esto daría (18.5
millones de habitantes x 76% de 12 años o más x 4.6 libros al año x
74.9% comprados o regalados) 48 millones de ejemplares vendidos en la
Ciudad de México el año 2005, lo cual parece exagerado.
En la sección amarilla del directorio telefónico 2005 de la Ciudad de
México, había unas 325 librerías. Si se les atribuye la venta de 48
millones de ejemplares, vendieron 150 mil ejemplares cada una, que es
increíble. Las 75 librerías de Educal, cuyo tamaño es superior al
promedio, tenían como meta promedio para el año 2004 vender la mitad: 75
mil libros y artículos culturales (no sólo libros).
Desgraciadamente, no se ha hecho una encuesta de lectura entre los
maestros. Sería reveladora. Leer por gusto es algo que se contagia, como
todos los gustos. El foco de contagio en México era la escuela: los
maestros, compañeros y amigos, no la casa. Así como no abundaban los
médicos hijos de médicos, pocos grandes lectores eran hijos de grandes
lectores. Hoy una encuesta centrada en el mundo escolar y universitario
mostraría que los maestros no leen, y que su falta de interés se
reproduce en los alumnos, por lo cual multiplicar el gasto en escuelas y
universidades sirvió para multiplicar a los graduados que no leen.
Paradójicamente, en estos mismos años, la cultura avanzó notablemente.
La paradoja se explica porque muchos avances culturales dependen del
interés en la cultura de muy pocas personas. La situación varía según
las actividades. Las librerías han venido desapareciendo porque los
mexicanos no leen, porque los locales comerciales pueden cobrar mayores
rentas a los que venden otra cosa y porque a los funcionarios (que
tampoco leen) no les importa. Y, sin embargo, se han multiplicado los
escritos notables porque hay mucho talento y los escritores no viven de
escribir. También han surgido editores notables, porque hay vocación y
basta la venta de 3 mil ejemplares de un libro para justificarlo
económicamente. Y hay notables ediciones de lujo, porque se regalan,
porque no hace falta leerlos y porque abundan las instituciones y
empresas millonarias.
Las burocracias institucionales y los sindicatos educativos,
universitarios, artísticos y culturales, no sólo se llevan la mayor
parte del presupuesto: estorban para el desarrollo de la cultura. Pero
hay muchas actividades culturales que pueden producirse en casa, en
microempresas o en el extranjero, al margen de las burocracias y los
sindicatos. Irse de México ha sido fructífero en muchos casos, y no
necesariamente malo para el país. El apoyo de las grandes empresas a las
microempresas culturales ha demostrado su viabilidad y debería
multiplicarse. Siempre hay salida para las vocaciones creadoras. Lo
lamentable es la situación general.
A mediados del siglo 20, el gabinete presidencial tenía una escolaridad
promedio que apenas llegaba a la licenciatura. Sin embargo (¡lo que es
el subdesarrollo!), muchos funcionarios de entonces creían en los
libros, en el arte, en la cultura, como algo importantísimo para la vida
personal y nacional. Algunos fueron grandes escritores. Ahora hay altos
funcionarios con doctorados en el extranjero a los cuales no es fácil
explicarles que la cultura sí nos importa.
Una vez que la educación superior produce millones de ignorantes de su
propia ignorancia, como si fuera natural; y universitarios que no leen,
como si fuera natural; la incultura se vuelve el paradigma del éxito,
porque la clase política está formada por universitarios. Por eso, el
ogro filantrópico se ha vuelto omiso o destructivo para el desarrollo
cultural. Algunos atribuyen el daño resultante a intenciones siniestras,
sórdidos intereses o rencores inconscientes. Una explicación más
sencilla está en las buenas intenciones que no saben de qué se trata
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