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jueves, 23 de junio de 2022
miércoles, 22 de junio de 2022
lunes, 20 de junio de 2022
La paz violenta de AMLO
Abrazos y balazos
-Jesús Silva-Herzog Márquez
"El pacifismo es objetivamente profascista", dijo George Orwell en agosto de 1942. Escribía esto en horas especialmente dramáticas de Europa. La Alemania nazi ocupaba casi toda Europa y el norte de África. Francia, Polonia, Checoslovaquia, Bélgica, Holanda, eran parte de su imperio. Se trataba, para él, de un asunto de sentido común: la confrontación con el nazismo no era opcional: dejar de luchar contra el fascismo era someterse a él. El hombre que peleó como voluntario en la Guerra Civil Española veía el pacifismo de algunos intelectuales y políticos como una ilusión útil al hitlerismo. La Alemania nazi lo tenía tan claro que difundía el mensaje pacifista en los territorios que escapaba de su control.
Al novelista que penetró en la mecánica profunda del totalitarismo le interesaba, más que la moral del pacifismo, su psicología. Los pacifistas cierran los ojos a una realidad asfixiante y sueñan con que el mal se evaporará mientras ellos cantan una canción. Le parecía curioso que aquellos que más indignación sentían por la violencia terminaban fascinados con el éxito y el poder de los violentos. Los pacifistas admiraban al guerrero que había impuesto su ley. Los nazis han establecido un nuevo orden y, aunque no nos guste, hay que aceptarlo como una realidad irreversible. Es mejor aceptar el status quo, decían algunos. ¿Por qué enfrentarlo si hacerlo empeoraría las cosas?
La política de los abrazos es objetivamente, política para los balazos. Es válido trazar ese paralelo, aunque hay que hacer muchas salvedades. Unos años después de ese artículo sobre el pacifismo y la guerra, el mismo Orwell advirtió que la acusación de servir objetivamente al enemigo podía ser tramposa. Creo, sin embargo, que el sentido de la crítica era pertinente entonces y lo es hoy. La política de no confrontación con los criminales sirve, en los hechos, a los criminales.
Por supuesto que debe rechazarse la guerra, pero debe afirmarse la ley. El pacifismo que denunciaba Orwell como abdicación ante el fascismo, en nuestro caso es renuncia a la responsabilidad del Estado que no puede evitar la confrontación con los criminales. El novelista veía la fuga de los pacifistas como expresión de una ilusión burguesa. No sé si sea ése el calificativo adecuado para ilustrar la evasión moralista de este régimen que minimiza el problema del crimen organizado, que lo percibe como una víctima más del modelo neoliberal y que le aprecia, incluso, sus servicios a la pacificación. El crimen organizado es visto, en efecto, como una víctima más de un modelo económico que destroza a las familias, que corrompe la moral pública, que promueve como ideal una vida podrida. Los delincuentes, como damnificados del neoliberalismo, requieren el consuelo de un Estado comprensivo que los abrace, no el castigo de un poder que los reprima.
Decía Orwell en aquel texto de 1942 que en aquellos que querían hacer las paces con Hitler había una curiosa línea de argumentación. Si nosotros combatimos a los fascistas, nos convertiremos en fascistas. Para mantener nuestra pureza hay que renunciar a toda hostilidad, aunque eso suponga la entrega del territorio que ocupan. Si los nazis ya tienen Francia, habrá que hacerse a la idea. Esa misma lógica está presente para justificar la dejadez del Estado mexicano frente al crimen. Si un grupo criminal controla un territorio, ¿por qué empeñarse en alterar su orden? El mal, sostiene nuestro teólogo supremo, no se combate con el mal. El delito se combate con la ley, no con la guerra. No se combate con sermones, se combate con el derecho y respetando los derechos. Exige una intervención
Se ha deslizado ya el último argumento de la sumisión ante el crimen. Lo planteó el Presidente la semana pasada con alarmante claridad. A los grupos delincuenciales que han logrado imponer su predominio, debemos agradecerles la paz en los territorios que controlan. Ahí donde se ha impuesto un solo cártel, no hay homicidios, festejó con gratitud el Presidente López Obrador. El problema aparece cuando distintos grupos se disputan un territorio, pero, cuando se consolida una banda predominante, se hace la paz. Y si logran orden, ¿para qué meterse? No hay que pegarle al avispero, hay que darle un abrazo.
Elecciones colombianas
Ganó Petro, ganó la política
-Pablo Hiriart
BOGOTÁ, Colombia.- Un político profesional, serio, habituado al diálogo plural en el Congreso, Gustavo Petro pasará a la historia como el primer presidente de izquierda en Colombia luego de su triunfo en las elecciones de ayer.
El próximo presidente de Colombia enfrenta el reto de avanzar en la reconciliación de una nación polarizada. Un país marcado por la guerra intestina. Por élites terratenientes de corte medieval (el uno por ciento de las fincas tiene 81 por ciento de la tierra). Y por residuos de guerrillas marxistas que se nutren del tráfico de drogas.
Si el ganador de ayer logra un poco de armonía social, lleva el Estado de derecho a donde mandan guerrilleros o paramilitares (narcotraficantes todos), sin renunciar a su vocación progresista, quizá vuelva a flamear la llama de la izquierda latinoamericana, hoy apagada por fantoches autoritarios.Petro –fundamental es decirlo, porque marca diferencia– estudió. Obtuvo licenciatura en economía en la universidad privada de El Externado de Bogotá, y realizó estudios de posgrado en Europa.
Su principal flanco débil, que genera desconfianza, es su pasado en la guerrilla del M-19. Era una guerrilla formada mayoritariamente por intelectuales, que también cometió delitos de sangre, en los que Petro no participó.
Depusieron las armas hace 32 años, y se acogieron a la vida democrática dentro de la legalidad.
Descalificar a Petro porque estuvo en la guerrilla es tan fuera de lugar como desconfiar del compromiso democrático de Jesús (Chucho) Zambrano o Gustavo Hirales en México, porque militaron en la Liga Comunista 23 de septiembre.
Carece de mayoría en el Congreso para realizar cambios constitucionales no consensados.
El Poder Judicial en Colombia es más fuerte y más independiente que el de México, sin duda.
Su trayectoria política es fundamentalmente parlamentaria, en el Congreso, donde se habla y se escucha, se negocia, se debate, se cede y se obtiene por la vía de los acuerdos y los votos.
La coalición ganadora incluye a liberales, que no son de izquierda, sino senadores y representantes progresistas que buscan una transformación gradual de la recalcitrantemente clasista sociedad colombiana.
Hay dudas razonables sobre Gustavo Petro, que están en el terreno económico y algunos rasgos de su personalidad, pero de ninguna manera en la línea que divide a la democracia del totalitarismo.
Petro no ha planteado, ni por asomo, la posibilidad de crear una democracia plebiscitaria, como ha sucedido en otras naciones latinoamericanas que se bambolean en la cornisa del desfiladero autoritario.
Tampoco ha ofrecido hacer otra Constitución, sino que respalda la actual, hecha en 1991 por un conglomerado incluyente de fuerzas políticas disímbolas.
Ha llamado “dictadura impresentable” al gobierno de Nicolás Maduro, lo que no ha hecho, por ejemplo, el presidente de México.
Tendrá la difícil tarea de buscar la reanudación de relaciones diplomáticas con Venezuela, que es fundamental para atender a cientos de miles de colombianos en el vecino país (sólo en votantes inscritos para las elecciones de ayer había 180 mil colombianos en Venezuela), y un millón de venezolanos regularizados o en trámite, aquí en Colombia.
Difícil tarea, pues quien tomó la descabellada decisión de romper relaciones fue Nicolás Maduro, cuando el presidente de este país era Juan Manuel Santos.
La mayor crítica al programa de Petro es la relativa a su prisa por sustituir las energías fósiles por fuentes alternativas limpias. Por eso, entre otras cosas, se le etiqueta como populista.Es cierto, en buena medida Colombia vive del petróleo, porque aquí la industria petrolera genera riquezas al Estado (aporta 34 por ciento de las exportaciones) y no vacía sus arcas, como en el caso mexicano.
Sin embargo, Gustavo Petro no está planteando una sustitución inmediata del petróleo y el carbón, sino que ha puesto un plazo de 14 años para consumar la transición.
Desde luego que es un entusiasta promotor de medidas ambientales para combatir el cambio climático. No tiene fobia a los ‘ventiladores’ de la energía eólica, y jamás cometería el crimen de tumbar trazos del Amazonas colombiano para meter un tren que transporte turistas.
Lo demás, régimen de pensiones, perfeccionar el sistema de salud que hizo el presidente Uribe o cobrar impuestos a tierras ociosas y dedicadas a la ganadería, frenar la minería ilegal... es un asunto interno, parte del debate en cualquier parlamento democrático.
El triunfo de Gustavo Petro tuvo un ingrediente digno de aquilatarse en toda su profundidad: la política derrotó al marketing.
Hernández dejó su campaña en manos de publicistas geniales para hacer TikTok y manejo de redes. Casi le alcanzó. Pero venció la combinación de presencia en redes y estrechar manos de personas, mirar a los ojos y escuchar quejas e inquietudes.
Si alguna vida corría peligro en esta campaña no era la de Hernández, sino la de Petro. Está el antecedente de los candidatos asesinados Galán y Pizarro, en los años duros del narco y la intolerancia.
Hernández se ocultó en Florida en las dos semanas de campaña final, y Petro se arriesgó en la brecha.
Triunfó la política. Ganó un candidato preparado para gobernar, con ideas y programa votados por una mayoría, en este país donde hay equilibrio real de poderes.
Así es que, parafraseando a un ídolo popular de América Latina aún vigente en estas tierras, “que no cunda el pánico”