viernes, 31 de diciembre de 2021
Año Nuevo
A las doce de la noche, por las puertas de la gloria
y al fulgor de perla y oro de una luz extraterrestre,
sale en hombros de cuatro ángeles, y en su silla gestatoria,
San Silvestre.
Más hermoso que un rey mago, lleva puesta la tiara,
de que son bellos diamantes Sirio, Arturo y Orión;
y el anillo de su diestra hecho cual si fuese para
Salomón.
Sus pies cubren los joyeles de la Osa adamantina,
y su capa raras piedras de una ilustre Visapur;
y colgada sobre el pecho resplandece la divina
Cruz del Sur.
Va el pontífice hacia Oriente; ¿va a encontrar el áureo barco
donde al brillo de la aurora viene en triunfo el rey Enero?
Ya la aljaba de Diciembre se fue toda por el arco
del Arquero.
A la orilla del abismo misterioso de lo Eterno
el inmenso Sagitario no se cansa de flechar;
le sustenta el frío Polo, lo corona el blanco Invierno
y le cubre los riñones el vellón azul del mar.
Cada flecha que dispara, cada flecha es una hora;
doce aljabas cada año para él trae el rey Enero;
en la sombra se destaca la figura vencedora
del Arquero.
Al redor de la figura del gigante se oye el vuelo
misterioso y fugitivo de las almas que se van,
y el ruido con que pasa por la bóveda del cielo
con sus alas membranosas el murciélago Satán.
San Silvestre, bajo el palio de un zodíaco de virtudes,
del celeste Vaticano se detiene en los umbrales
mientras himnos y motetes canta un coro de laúdes
inmortales.
Reza el santo y pontifica y al mirar que viene el barco
donde en triunfo llega Enero,
ante Dios bendice al mundo y su brazo abarca el arco
y el Arquero.
-Rubén Darío
jueves, 30 de diciembre de 2021
lunes, 27 de diciembre de 2021
domingo, 26 de diciembre de 2021
viernes, 24 de diciembre de 2021
jueves, 23 de diciembre de 2021
martes, 21 de diciembre de 2021
lunes, 20 de diciembre de 2021
domingo, 19 de diciembre de 2021
sábado, 18 de diciembre de 2021
viernes, 17 de diciembre de 2021
jueves, 16 de diciembre de 2021
miércoles, 15 de diciembre de 2021
martes, 14 de diciembre de 2021
domingo, 12 de diciembre de 2021
viernes, 10 de diciembre de 2021
miércoles, 8 de diciembre de 2021
martes, 7 de diciembre de 2021
lunes, 6 de diciembre de 2021
viernes, 3 de diciembre de 2021
jueves, 2 de diciembre de 2021
Los zonzos que demandan crítica 50%/50%
Los sorprendidos
Todo comunicador que busca equilibrar al autoritario, encontrarle raigambre de izquierda, imaginarle intenciones, está solamente renunciando a su libertad
-Macario Schettino, 1 dic 2021
Uno de los argumentos más utilizados por los defensores del Presidente para descalificar cualquier crítica es acusar de odio a quien la emite. De acuerdo con esta idea, todo aquel que opina en contra de López Obrador lo hace guiado por un odio personal, y no por alguna evidencia concreta. Se trata de un argumento muy útil, porque permite descalificar al crítico, pero también eludir el tema. Ya no importa el motivo de la crítica, ha sido anulada al descubrir el odio que la provocó.
No dudo que haya personas que odian a López Obrador, como hay quienes odian a varios de los expresidentes, a futbolistas, músicos, actores y actrices, e incluso a columnistas. No percibo que haya odio entre los críticos públicos y abiertos del Presidente. Creo que la gran mayoría de quienes lo critican en medios lo hacen guiados por análisis de asuntos concretos. Sin embargo, todos reciben insultos y descalificaciones, la mayoría de ellos basados en el falaz argumento del odio, frecuentemente acompañado del infundio del ‘chayote’.
Soy testigo de que este argumento no es nuevo. Al menos desde 2005, cuando el desafuero, y 2006, cuando su primera derrota en elección presidencial, era la muletilla preferida de sus defensores. Entonces no había redes, de forma que el insulto llegaba por correo electrónico, comentarios al periódico o portal, o interpelaciones públicas ocasionales. Las redes le han dado una mayor dimensión, pero no apareció con ellas.
Tengo la impresión de que este argumento es el que ha llevado a muchos colegas a moderar sus críticas, a tratar de acompañarlas con ‘equilibrio’ encontrando alguna virtud, política pública, propuesta, o al menos intención en el Presidente. Hay un rango amplio en esto, desde quienes han sido facilitadores de la opción política hasta quienes se agarran, como clavo hirviente, de algo que le salió bien al gobierno, así haya sido por suerte, pasando por ese grupo que jocosamente se ha dado en llamar "Corea del Centro", ese imaginario e imposible espacio entre el paupérrimo reino ermitaño y la pujante economía desarrollada.
Pero incluso a estos colegas buscadores de equilibrio les ha tocado aparecer en las mañaneras, y no para ser felicitados, o les ha tocado recibir agresiones a sus centros de investigación, medios de comunicación, think tanks y organizaciones. De nada ha servido la prudencia de unos, la obsequiosidad de otros, o la franca abyección de unos más. De nada sirven décadas de trayectoria, ni evidencia contundente de honradez intelectual. Frente a los comisarios, no hay nada qué hacer. Deje usted el respeto, ni la piedad conocen.
Con la abundante evidencia que tenemos de este tipo de fenómenos sociopolíticos durante el siglo 20, siempre me ha parecido absurdo el afán de equilibrio cuando las opciones no son comparables. Darle a la madera del autoritarismo el barniz de la disputa izquierda-derecha debería ser ya el sepulcro final de esa inútil dicotomía. Los regímenes autoritarios no son ni de un lado ni del otro, son autoritarios. Las opciones de izquierda y derecha sólo existen cuando existen las opciones, debería ser obvio, y eso exige libertad. Sin ésta, tal vez haya otras cosas, pero no opciones políticas.
Es decir que todo aquél que busca equilibrar al autoritario, encontrarle raigambre de izquierda, imaginarle intenciones, está solamente renunciando a su libertad, y poniendo en riesgo la del resto de nosotros.
Esto era claro desde 2005, como le digo, pero algunos sólo se convencieron en 2006. Lo sorprendente, lo grave, es que tantos ni siquiera entonces pudieron comprenderlo. Ignoro si ahora, con tres años en el poder, con la destrucción institucional, la compra del Ejército, el olvido del crimen, el ataque a universidades y medios, podrán hacerlo, o será después, en el exilio, cuando se llamen a sorpresa.
Ciega envidia
Cuántas veces la satisfacción que encontramos en lo nuestro se esfuma al saber que otro nos aventaja. El filósofo Epicteto decía que el peor enemigo de los prósperos es la envidia, pues consiste en la tristeza por los bienes que no nos pertenecen, que son siempre la gran mayoría. Lo más curioso de la envidia, en latín "mirar mal", es que afecta a quienes están cerca, a quienes se conocen, como una manera personal e íntima de odiarse. No envidiamos la fortuna que creemos fuera de nuestro alcance; no envidiamos al remoto millonario, sino al vecino de al lado que vive algo más lujosamente que nosotros o tiene un poco más de suerte. Por eso, el éxito más humilde puede despertar envidia y por eso esta pasión se vuelve fatal para cualquier forma de mérito o excelencia. Condena a quien la sufre y puede ser letal para el que la inspira. Se cobra dos víctimas y no tiene ningún beneficiario.
Un relato oriental narra el caso de un rey que nombró dos ministros de igual rango. Uno envidiaba con pasión al otro: sus aciertos, su pausado ascenso en la jerarquía de cargos, su prometedor futuro. El rey advirtió ese odio y quiso dar una lección al ministro celoso, demostrándole que no hay ningún perjuicio para uno mismo en la fortuna ajena porque la luna puede derramar su brillo al mismo tiempo sobre mil olas. Dijo: "Mi fiel servidor, te voy a recompensar. Pide lo que desees, pero debes saber que daré el doble a mi otro ministro". El envidioso, amargado en su felicidad por imaginar al otro más feliz, prefirió acarrearle una desgracia duplicada: "Señor, quiero que me dejéis tuerto".
-Irene Vallejo
Los paleros del Pejidente
La fe contra la ley
-Jesús Silva-Herzog Márquez, 29 nov 2021
Para López Obrador, la caja del sexenio está sellada. De la misma manera en que tiró a la basura las obras pendientes, teme que su sucesora pudiera desentenderse de lo inconcluso. Por eso tiene tanta prisa. Obra que no se inaugura a tiempo es obra que no tiene sentido iniciar. El presidente sabe también que encabeza ya un gobierno menguante. Por simple efecto del tiempo, pierde poder todos los días. Por eso la ley, que siempre ha considerado un fastidio, un instrumento de sus enemigos, le incomoda aún más. Necesita concluir sus obras y no acepta que las reglas pudieran desairar la fiesta de sus inauguraciones. No puede concebir que los procedimientos de la administración o los derechos de los particulares entorpezcan sus propósitos.
El acuerdo que expidió la semana pasada es un esperpento de colección. El Ejecutivo declara que sus obras deben estar libres de los fastidios de la ley. Porque yo lo digo, mis proyectos habrán de avanzar sin obstáculos administrativos y permanecerán ocultos a la molesta inspección del público. El presidente resuelve que sus obras son tan importantes y serán tan benéficas que no necesitan ser supervisadas ni deben cumplir con los requisitos ordinarios. Porque el presidente así lo piensa, sus obras son declaradas asunto de supervivencia nacional. No sé si haya en la historia del Diario Oficial un texto más grotesco que el que se publicó recientemente. Mediante ese acuerdo se pretende instaurar, en el ámbito administrativo, la lógica de la excepción. La urgencia presidencial justifica una suspensión de reglas. Tal parece que las normas administrativas no valen para estos tiempos. La compleja tramitación que exige toda obra pública debe obviarse por la simpleza de una orden: constrúyase. Esa voluntad debe estar libre de toda sospecha y encontrar el camino despejado para su realización.
El apremio justifica el quebranto de la ley. Esa es la naturaleza de la resolución presidencial: un acuerdo por una ilegalidad simplificadora. La ridícula lectura del presente como Grandiosa Epopeya Patriótica se filtra al régimen administrativo como deber de arrasar con la malla de prudencias jurídicas que cuidan derechos de particulares y comunidades, que procuran el cuidado del medio ambiente, que vigilan el uso racional de los recursos públicos, que permiten y alientan la vigilancia de auditores y de periodistas. ¿Para qué seguir el camino de la ley, si la voluntad del Magnífico es tan clara? ¿Por qué honrar derechos si esas frivolidades podrían retrasar la inauguración de obras tan nobles? Las normas no valen para estos tiempos. La administración pública ha de sujetarse a sus reglas en tiempos ordinarios, no debe obstaculizar su marcha en momentos históricamente sublimes.
El Acuerdo por la Ilegalidad Apremiante encierra las obras predilectas en un cofre de oscuridad. El presidente nos pide un acto de fe: creer que él está hecho de una pasta incorruptible, que no tiene ninguna de las manchas que ensucian a los mortales. Creer que su aura ha purificado el alma del ejército y de los contratistas y que ningún daño podrían causarnos. Se traza en ese acto presidencial un código administrativo del enemigo: los otros, esos conservadores que quieren boicotear el gran proyecto nacional, esos mafiosos que antes se enriquecían no merecen los derechos con los que torpedean la felicidad pública. Los nuestros, los comprometidos con la "transformación", los militares y los aliados empresariales del régimen, por el contrario, estarán bien amparados. Podrán actuar sin estorbos y sin mirones. Respetar los derechos del enemigo es poner en riesgo la patriótica labor del gran caudillo.
A estas alturas hay todavía quien pretende potabilizar la aberración. Jorge Zepeda Patterson, por ejemplo, acepta que ese acuerdo es feo, pero no merece su condena porque las intenciones del presidente son lindas. Es, además, un lance de gran astucia porque sus enemigos son siniestros. La ilegalidad no es un defecto estético, es negación del principio de legitimidad. Cuando excusamos la ilegalidad del poderoso invocando la nobleza de sus intenciones hemos caído en el cinismo que todo déspota anhela infundir. Sí, el presidente viola la ley, pero qué hermosos propósitos tiene. Y los otros, en realidad, se lo merecen porque son muy malos.