martes, 19 de noviembre de 2013
De Belerofonte y Pegaso
Luego de nueve días y nueve noches de amores y vino, Yóbates, rey de
Licia, recuerda abrir la carta que su huésped, el bellísimo Belerofonte,
le entregara venida de manos de su yerno, el rey Preto de Tirinto, y
lee: 'Mata a este hombre, tu mensajero, porque ha querido tomar por la fuerza a mi esposa, tu hija'. Yóbates
no se atrevió a desafiar el mandamiento de los dioses que prescribía el
inexcusable deber de la hospitalidad; en su lugar, tentó a Belerofonte
con la gloria eterna para su nombre si lograba dar muerte al vástago de
Tifón y de Equidna, una blasfemia con cabeza de león, cuerpo de cabra,
cola de serpiente y aliento de llamas al que llamaban Quimera.
Belerofonte cedió a la música de su vanidad y se encaminó hacia su
muerte. Para acrecentar su valor, se recostó durante su viaje en un
templo dedicado a Atenea. En el sueño, la diosa le habló: ¿Duermes, príncipe de la casa de Eolia? (así
lo llamó porque Belerofonte hacía remontar su linaje hasta Eolo, hijo
de Poseidón). Cuando despertó, el joven halló junto a sí a Pegaso, manso
como la miel por hechizo de las riendas de oro con las que lo había
uncido Atenea. Sobre las alas del animal hundió su lanza en la garganta
de la Quimera y regresó donde Yóbates, vivo. Éste indagó a su yerno; no
fuera que la ira de los Olímpicos se desplomara sobre ellos por manchar
sus manos con la sangre de un héroe. Preto oyó la confesión de su mujer,
Estenobea: su crimen era aquél que había cometido la voraz esposa de
Putifar. Cuando Roma se deshizo y los dioses murieron, Belerofonte fue
convertido en santo y trocó su nombre por el de Jorge; en lugar de a un
monstruo hijo de dos pavores, su lanza desde entonces penetró la más
sencilla carne de un dragón.
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