La reforma energética es el cambio más profundo de las últimas
décadas.
Unos lo festejan como si fuera la catapulta que nos hacía
falta, otros lo lamentan como muerte de la nación misma. No soy capaz de
identificarme con unos ni con otros pero logro advertir la
trascendencia de la reforma. Carezco de la contundencia anímica de los
optimistas y de los pesimistas para creer que sólo maravillas o
maldiciones se desprenderán del cambio, pero parece indudable que se
trata de una reforma importantísima en lo económico, lo institucional y
lo simbólico. El cambio pone fin a una era e inaugura, posiblemente,
otra. Los efectos del cambio dependerán tanto de su gestión como de su
definición normativa.
Algo debe reconocerse de inmediato: el gobierno apostó todo a la
reforma y la consiguió. Si el gobierno de Peña Nieto buscaba una medida
para probar aquí y afuera su eficacia, una clara señal de su ambición
reformista era precisamente en esta materia, en el más profundo de los
símbolos del nacionalismo económico. El éxito del gobierno es innegable.
Podrá debatirse el impacto de las reformas, podrá cuestionarse el
método empleado para conseguirlas pero no puede menospreciarse la
capacidad del gobierno para llegar al sitio al que se propuso llegar. (...)
Lo notable es la adecuación de la palanca a la traba.
El gobierno no atizó el conflicto pero estuvo dispuesto a asumir los costos de la
polarización. Sabía bien que una reforma al magisterio encendería una
intensa movilización de reclamos. Sabía igualmente que tocar el tabú del
petróleo provocaría una respuesta vehemente. Advirtiendo las
consecuencias políticas de la reforma, siguió adelante. No veo en ello
provocación sino reconocimiento de que no hay reforma relevante que no
genere inconformidad. El costo de la reforma auténtica es lastimar a
quienes disfrutaban de los beneficios de un arreglo socialmente dañino,
lastimar a quienes permanecen adheridos a los dogmas.
-Otra lectura del primer año, Jesús Silva-Herzog
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