martes, 9 de abril de 2013

La Thatcher (1925-2013)/ En su época se decía que la Primer Ministra británica era Reagan, pero con huevos


La serie británica de títeres políticos titulada Spitting Image (1984-1996) fue todo un hito de creatividad visual y sonora en cuanto constituyó el salto de la caricatura sobre papel a la caricatura escultórica animada realizada por Peter Fluck y Roger Law. Margaret Thatcher fue uno de sus blancos favoritos. El nombre de Spitting image es un juego de palabras. Se traduce como 'la viva imagen' (como cuando uno dice del hijo: "es la viva imagen de su padre"), en referncia al parecido más próximo respecto del modelo. Pero, la palabra spitting, spit, significa literalmente 'escupitajo', 'escupir'; entonces se entiende la sátira: se escupe a la cara de los políticos, vale decir, a 'la viva imagen de los políticos'. ****************************************************
Thatcher
-Jesús Silva-Herzog Márquez
Margaret Thatcher proclamó la inexistencia de la sociedad. No hay tal cosa, dijo. Existen individuos, si acaso, familias. Pronunciar esa palabra ya es mentir. Durante siglos nos han engañado con esa idea inhumana, propia de insectos, de mamíferos inferiores. El único espacio humano para el nosotros es la casa; fuera de ella no hay barrio, no hay ciudad, no hay nación. El individualismo, transformado en utopía. Pocos proyectos tan radicales en el siglo XX como el suyo: una política para extirpar los restos de esa malévola fantasía de lo social. Instaurar en la tierra el reino irrestricto del mercado, convertir en heroísmo la codicia. Al terminar su gobierno expuso, ante el Parlamento, su convicción de que la desigualdad era irrelevante. La preocupación por la equidad le parecía simplemente ridícula. Al contestar a un parlamentario que la cuestionaba por el ensanchamiento de la brecha entre ricos y pobres, Thatcher respondió con esa fascinante contundencia sin titubeos, con su convicción hermética que la igualdad era una obsesión de los cínicos que preferían que todos estuvieran en la miseria, si era una miseria equitativamente distribuida. En su despedida triunfal reiteraba su idea de la sociedad como una ficción truculenta. Lo que importa es que cada individuo prospere. Tiremos a la basura el anhelo de un piso común, un vocabulario compartido, oportunidades equitativamente distribuidas. Le obsesionó restaurar el prestigio de la Gran Bretaña pero nunca le interesó construir una casa común.

 No fue una conservadora en la tradición británica. Su prisa, su hermetismo, la radicalidad de su política eran, más bien revolucionarias. Se ha visto en su ambición, en su estilo político, una especie de leninismo de derecha. El polaco Adam Przeworski, que bien entiende la morfología del discurso totalitario, advirtió la cercanía entre esas ingenierías radicales. Reinvenciones del mundo que no están dispuestas a negociar su diseño. La estructura discursiva del thatcherismo es paralela al armazón bolchevique: donde estaba la nacionalización de los medios de producción se colocó privatización; donde estaba la planificación se puso el libre mercado; y en el altar de la clase obrera que guía al futuro luminoso, al empresario, radiante portador de la felicidad que viene. Lo suyo no era la transacción con las circunstancias, la adaptación a las tradiciones, el remiendo de lo descosido: lo suyo era el cambio tajante, la terquedad y la sordera. No conoció la duda ni el remordimiento, nunca probó la rectificación. Las personas no eran un misterio para ella. En unos minutos, tras el encuentro más breve, se hacía una idea del otro y no la cambiaba. Habrá citado a Popper pero no se daba cuenta que su política era sólo una versión sutil de la sociedad que se clausura. A Edmund Burke, el gran sabio del conservadurismo británico le habrían horrorizado el discurso y la política de Margaret Thatcher. La habría denunciado como jacobina con nostalgia, una arrogante con proyecto pero sin sensibilidad histórica. Un político debe temerse a sí mismo, decía Burke.

 Un revolucionario auténtico, un estadista que cambia la historia debe confiar ciegamente en sí mismo, en sus ideas, en sus capacidades, respondió Thatcher. No soy una política de consensos, decía: soy una política de convicciones. En efecto, la negociación era, para ella, una claudicación, una flaqueza, una inmoralidad. No pretendió adaptarse a las circunstancias: se impuso a ellas con un talento excepcional. Si piden que dé un viraje les digo claramente: esta mujer no está para dar la vuelta. Nadie puede cuestionar su influencia en la política británica y mundial. Cambió a su país, le abrió un horizonte que parecía perdido, reactivó una economía que había sido secuestrada por los sindicatos, rehízo el mapa ideológico de la política mundial, impuso su sello, incluso en su oposición. Su fe en el mercado se acompañaba de una confianza en la autoridad estatal. Concentró todo el poder que pudo y desde ahí impuso su doctrina. No se detuvo ante la impopularidad, no la limitaron las tradiciones, no supo de tabús. Tuvo la valentía de decir la verdad, aunque fuera tan impopular como decir que 2 + 2 es igual a 4. Y tuvo también el valor de apoyar dictadores como Pinochet y a combatir a ‘terroristas’ como Mandela. Vivimos en su planeta… y muchos lo celebran.

No hay comentarios: