miércoles, 27 de marzo de 2019

Pérez-Reverte y la petición a España de AMLO



La petición de disculpas que AMLO solicitó a España por la brutalidad de la Conquista de México en 1521, mereció un aluvión de respuestas y comentarios; de entre los cuales destacó un tuit del escritor Arturo Pérez-Reverte, refiriéndose al presidente:

"Si este individuo se cree de verdad lo que dice, es un imbécil. Si no se lo cree, es un sinvergüenza"

Al día siguiente -ante peticiones de que el autor moderara sus expresiones sobre AMLO-, el miembro de la Real Academia de la Lengua (RAE), compartió a manera de disculpa, un capítulo de su libro Una historia de España:


20. Aquellos admirables animales 
Y ahora, ante el episodio más espectacular de nuestra historia, imaginen los motivos. Usted, por ejemplo, es un labriego extremeño, vasco, castellano. De donde sea. Pongamos que se llama Pepe, y que riega con sudor una tierra dura e ingrata de la que saca para malvivir; y eso, además, se lo quitan los ministros Montoros y otros indeseables de la época, los nobles convertidos en sanguijuelas y la Iglesia con sus latifundios, diezmos y primicias. Y usted, como sus padres y abuelos, y también como sus hijos y nietos, sabe que no saldrá de eso en la puñetera vida, y que su destino eterno en esta España miserable será agachar la cabeza ante el recaudador, lamer las botas del noble o besar la mano del cura, que encima le dice a su señora, en el confesonario, cómo se te ocurre hacerle eso a tu marido, que te vas a condenar por pecadora. Cacho zorra. Y nuestro pobre hombre está en ello, cavilando si no será mejor reu­nir la mala leche propia de su maltratada raza, juntarla con el carácter sobrio, duro y violento que le dejaron ocho siglos de acuchillarse con moros, saquear el palacio del noble, quemar la iglesia con el cura dentro y colgar al recaudador de impuestos y a su puta madre de una encina, y que luego salga el sol por Antequera, o por donde quiera. Y en eso está el paisano, afilando la hoz para segar algo más que trigo, dispuesto a llevárselo todo por delante, cuando llega su primo Manolo y dice: chaval, han descubierto un sitio que llaman las Indias, o América, o como te salga de los huevos porque está sin llamarlo todavía, y dicen que está lleno de oro, plata, tierras nuevas e indias a las que nunca les duele la cabeza. Sólo hay que ir allí y jugársela: o revientas o vuelves millonetis. Y lo de reventar ya lo tienes seguro aquí, así que tú mismo. Vente a Alemania, Pepe. De manera que nuestro hombre di­ce: pues bueno, pues vale. De perdidos, a las Indias. Y allí desembarcan unos cuantos centenares de Manolos, Pacos, Pepes, Ignacios, Jorges, Santiagos y Vicentes dispuestos a eso: a hacerse ricos a sangre y fuego o a dejarse el pellejo en ello, haciendo lo que le canta el gentil mancebo a don Quijote: A la guerra me lleva / mi necesidad; / si tuviera dineros, / no fuera, en verdad. Y esos magníficos animales, duros y crueles como la tierra que los parió, incapaces de tener con el mundo la piedad que éste no tuvo con ellos, desembarcan en playas desconocidas, caminan por selvas hostiles comidos de fiebre, vadean ríos llenos de caimanes, marchan bajo aguaceros, sequías y calores terribles con sus armas y corazas, con sus medallas de santos y escapularios al cuello, sus supersticiones, sus brutalidades, miedos y odios. Y así, pelean con indios, matan, violan, saquean, esclavizan, persiguen la quimera del oro de sus sueños, descubren ciudades, destruyen civilizaciones y pagan el precio que estaban dispuestos a pagar: mueren en pantanos y selvas, son devorados por tribus caníbales o sacrificados en altares de ídolos extraños, pelean solos o en grupo gritando su miedo, su de­sesperación y su coraje; y en los ratos libres, por no perder la costumbre, se matan unos a otros, navarros contra aragoneses, valencianos contra castellanos, andaluces contra gallegos, maricón el último, llevando a donde van las mismas viejas rencillas, los odios, la violencia, la marca de Caín que todo español lleva en su memoria genética. Y así, Hernán Cortés y su gente conquistan México, y Pizarro el Perú, y Núñez de Balboa llega al Pacífico, y otros muchos se pierden en la selva y en el olvido. Y unos pocos vuelven ricos a su pueblo, viejos y llenos de cicatrices; pero la mayor parte se queda allí, en el fondo de los ríos, en templos manchados de sangre, en tumbas olvidadas y cubiertas de maleza. Y los que no palman a manos de sus mismos compañeros acaban ejecutados por sublevarse contra el virrey, por ir a su aire, por arrogancia, por ambición; o, tras conquistar imperios, terminan mendigando a la puerta de las iglesias, mientras a las tierras que descubrieron con su sangre y peligros llega ahora desde España una nube parásita de funcionarios reales, de recaudadores, de curas, de explotadores de minas y tierras, de buitres dispuestos a hacerse cargo del asunto. Pero aun así, sin pretenderlo, preñando a las indias y casándose con ellas (en lugar de exterminarlas, como harían los anglosajones en el norte), bautizando a sus hijos y haciéndolos suyos, emparentando con guerreros valientes y fieles que, como los tlaxcaltecas, no los abandonaron en las noches tristes de matanza y derrota, robando, matando y esclavizando, pero también engendrando y construyendo, toda esa panda de admirables hijos de puta crea un mundo nuevo de ciudades y catedrales que ahí siguen hoy, por el que se extiende una lengua poderosa y magnífica llamada castellana, allí española, que hoy hablan quinientos cincuenta millones de personas y de la que el mexicano Octavio Paz, o Carlos Fuentes, o uno de ésos, no recuerdo quién, dijo: Se llevaron el oro, pero nos trajeron el oro.

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