Terminar de entregar México a los militares
- Emiliano Monge, 16 feb 2019
Partamos de una pregunta sencilla: ¿por qué hace falta consagrar en la Constitución la militarización de la seguridad pública, si no vivimos en un régimen militar?
Regresemos, después, algunos años: tal vez, la mayoría de los análisis políticos de finales del siglo pasado y comienzos del presente milenio, han sido parciales. O como dice el viejo dicho: por ver los árboles, no vimos el bosque.
Debajo de las pugnas entre estatistas y privatizadores, populistas y neoliberales, derechistas e izquierdistas, la verdadera batalla por el poder, en los sótanos del viejo sistema de partido único, primero, y en los de la alternancia, después, se dio entre los civiles y los militares —como si la Revolución de 1910 nunca hubiera terminado.
Las preguntas, por más temor que despierten, son entonces obligatorias: ¿la transición del año 2000 fue también un reacomodo de los factores reales de poder —lógico e inercial, si recordamos la ruptura que siguió al levantamiento zapatista y al asesinato de Luis Donaldo Colosio, y si recordamos, además, que en 1996 Ernesto Zedillo solicitó a la Suprema Corte de Justicia la jurisprudencia necesaria para empezar a militarizar tareas de seguridad pública, naciendo la Policía Federal Preventiva?
Vayamos más allá con estas preguntas, al tiempo que revisamos nuestra historia reciente: ¿es posible que los militares comprendieran, mejor que nuestros políticos civiles —aquellos que no formaban parte de su grupo, es decir, de la facción históricamente encabezada por los herederos de la Dirección Federal de Seguridad, desde la época de Luis Echeverría hasta la de Zedillo— que daba igual cuál fuera el partido en el poder, siempre y cuando el Ejército y la Marina estuvieran detrás o dentro de dicho partido? ¿La elección de cambio de siglo no habría sido, entonces, también una victoria de los militares?
Si analizamos cómo y cuánto han crecido el poder, la influencia y los intereses del Ejército y de la Marina durante los últimos 18 años, la respuesta a estas preguntas resulta evidente: de la Policía Federal Preventiva zedillista se pasó a la creación de la Secretaría de Seguridad Pública foxista, que implementó los primeros operativos conjuntos, como el de Ciudad Juárez. Por primera vez, entonces, asistimos a la narrativa de los soldados contra los criminales. Pero pongamos un ejemplo —apenas una paja en un extenso campo— que ilustra esto de manera personal y que es también otra pregunta: ¿no fue Rafael Macedo de la Concha el primer procurador general de la República de extracción puramente militar?
Las preguntas, insisto, son demasiadas e inspiran, cada vez que sumamos otra, nuevos temores y mayores confusiones —a menos, claro, que pensemos en el Estado de excepción descrito por Agamben, o en la doctrina militarista que los Estados Unidos han promovido en América Latina—: ¿Los militares no entendieron, durante el sexenio calderonista, tras una elección que puso en entredicho nuestro sistema político, que su presencia y su actuar necesitaban ser legitimadas, dejar de ser subterráneas? ¿No lo comprendieron, además y precisamente, en un momento de crisis de legitimidad del aparato de poder civil?
¿Y no fue Felipe Calderón quien les otorgó esta legitimidad, militarizando, en la práctica, a la Policía Federal, que de un día para el otro aumentó su número de integrantes un 800% —de dónde, si no de los cuarteles, salieron los 25, 000 nuevos elementos? Ni siquiera hace falta mencionar cuánto creció el presupuesto del Ejército y de la Marina durante el calderonismo, señalar cómo se incrementó la publicidad estatal en su nombre o acusar cómo se avocaron a acciones en las calles para demostrar cómo fue entonces que alcanzaron la legitimación. Lo que hace falta en este punto, en todo caso, es hacer otra pregunta: ¿dónde están los elementos del extinto Estado Mayor Presidencial: será que van a aparecer en la futura Guardia Nacional?
Pero volvamos a la legitimación. Y es que muy pronto, esta se volvería insuficiente para los militares —pensemos, otra vez, en Agamben y en los vacíos que en la práctica deja el poder civil, para que sea otro quien los llene—. Durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, en el que el Ejército y la Marina se convirtieron en empresa privada —recordemos, si no, el asunto de la barda perimetral del fallido aeropuerto de Texcoco—, amén de volverse los encargados plenipotenciarios de la seguridad —a través de la Comisión Nacional de Seguridad y de una gendarmería que, aunque no fue creada en el papel, sí lo fue en los hechos—, los militares aspiraron a más.
Legitimados y enriquecidos, no solo vía presupuesto —entre 1996 y 2019, el dinero que el erario otorgó anualmente al Ejército y la Marina aumentó casi 6, 000 millones de dólares—, los militares quisieron volverse intocables —para que nadie se atreviera a señalar, a contar o a acusar, por ejemplo, una matanza como la de Iguala, como la de Tlatlaya o como la de Apatzingán; para que nadie, nunca, se atreviera a fiscalizar la compra de armas —entre 1996 y 2019, México pasó de ser el lugar 90 a meterse en los primeros 14 países del ranking— o a investigar el valor de unos terrenos ubicados, por ejemplo, en Santa Fe.
Y aquí vale hacer un par de preguntas más: ¿por qué nadie, de entre toda la gente que compone el nuevo Gobierno, lo asesora o lo acompaña, quiere acordarse, a pesar de haber utilizado los argumentos de su amnesia durante la campaña que los llevó al poder, que, desde la militarización del país, una sola cosa ha sucedido con los índices delictivos: han subido? ¿Y por qué nadie, a pesar de que también acusaron esto durante la campaña de 2018, parece enterarse de cómo se maneja el dinero al interior de los cuerpos militares?
Pero volvamos a la revisión de nuestro pasado reciente: para volverse intocables, el Ejército y la Marina ¿no debían volver constitucionales sus lógicas de actuación? Es decir, ¿no debían aspirar a que su quehacer fuera legalizado? Como todo mexicano sabe: aquello que entra en la Constitución, sólo sale de ésta cuando ya no es necesario. Esto era, entonces, lo que debían conseguir los militares. Y por eso fue esto lo que intentaron hacer durante los últimos meses del sexenio peñista: de no haber sido por la SCJN, este objetivo también lo hubieran alcanzado.
Desgraciadamente, el triunfo que significó la resolución de la Suprema Corte duró muy poco. Porque el nuevo Gobierno, que presume de independencia y que se presume de izquierda, ha decidido entregarle a las Fuerzas Armadas la legalización que tanto habían anhelado, al igual que ha decidido respetar su economía, tanto vía presupuesto como vía empresa privada. ¿O no es esto lo que significan la Guardia Nacional y la operación del aeropuerto de Santa Lucía, por poner, otra vez, un par de ejemplos?
Y se presenta, entonces, la pregunta más complicada: ¿no corre el riesgo, el cambio de régimen de 2018, de convertirse en el culmen de los acontecimientos que iniciaran en el año 2000? Es decir, ¿no corremos el riesgo de que la Cuarta Transformación cumpla su promesa de ser un cambio de régimen, pero que este suceda no sólo por donde se nos había prometido, sino también por su extremo opuesto?
¿No corremos el riesgo de que el cambio —se dé cuenta quien lo encabeza o no, se den cuenta los diputados y los senadores que lo acompañan o no, nos demos cuenta quienes votamos por éste o no— sea también el fin de un proceso que transcurre en lo más hondo de nuestro sistema político? ¿No corremos, pues, el riesgo de que el nuevo régimen se vuelva, también, un régimen militar?
Las preguntas, insisto, son muchas, aunque haya dos que las engloben y resuman: ¿por qué todos nuestros Gobiernos, del partido que sean —incluso de aquellos que llegaron al poder gracias al discurso de la paz—, están urgidos por ceder ante el Ejército y la Marina?
Y así volvemos a la pregunta más sencilla, reformulándola: ¿por qué, si el carácter militar de la Guardia Nacional será temporal, hace falta legalizarla en la Constitución?
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