No me toquen a Sócrates
-Arturo Pérez-Reverte, 18 feb 2019
Reconozco que esta vez me han pateado la
bisectriz. Después de muchos años comentando lo que estaba por venir en
Cataluña –menester para el que tampoco era necesario el don de la
profecía– y encajando el escepticismo de cantamañanas que me llamaban
exagerado y pesimista, decidí no volver a tocar el asunto en esta
página. Tras permitir entre todos que se desbordara el asunto mediante
las adecuadas dosis de pasividad, oportunismo y cobardía, ahora nos toca
disfrutarlo, me dije. Así que desde ahora, por mi parte, punto en boca y
a otra cosa, mariposa.
Tal era la idea, como digo. Mantenerme lejos de toda esa basura. Al
fin y al cabo no soy un periodista con obligaciones informativas o de
opinión, sino un fulano que escribe novelas y utiliza esta página para
hablar de lo que le apetece. Y en cuanto a opiniones, ahora que quienes
antes callaban como putas cantan en plan orfeón –lanzada a moro muerto,
se llama la figura–, mi aporte es innecesario. Sin embargo, como digo,
acaban de tocarme el asunto. Lo ha hecho Oriol Junqueras, protomártir
del Procés, que ha mencionado a Sócrates, Séneca y Cicerón para decir
que, como ellos, él tuvo la oportunidad de huir y no lo hizo, afrontando
con coraje su destino. Y, bueno. Como esta página la escribo con dos
semanas de antelación, no sé qué más habrá dicho en ese juicio que,
cuando esto se publique, estará en todo lo suyo. Pero en cualquier caso
no tengo más remedio que negarle las referencias.
Dejando aparte a Séneca y un error histórico sobre Cicerón –que sí
huyó, pero lo pillaron y le dieron matarile–, me molesta mucho, incluso
me ofende, que Junqueras haya puesto sus manos, sucias o limpias, sobre
Sócrates, cuyo busto de palmo y medio ocupa lugar de honor en mi
biblioteca. El filósofo griego tuvo oportunidad de huir, es verdad. Pudo
incluso pedir clemencia, pasteleando con el tribunal que lo sentenció a
muerte. Pero Sócrates bebió la cicuta precisamente por obedecer las
leyes. Para demostrar que, cuando la ley es justa y democrática, en toda
circunstancia está por encima del individuo; e incluso, y ahí está el
detalle importante, por encima de la voluntad de cualquier masa
vociferante de individuos que dice hablar o actuar en nombre del pueblo.
Para entender en su profundidad moral el proceso de Sócrates y su
acatamiento de la sentencia hay que remontarse a la batalla naval de las
islas Arginusas, cuando los generales griegos se vieron enfrentados a
un proceso, tras un temporal en el que murió gran parte de su gente. Fue
un juicio muy contaminado por la política, y Sócrates, miembro de la
asamblea, habló en defensa de los acusados. Pero cuando, con las leyes
vigentes en la mano, todo parecía favorable a la absolución de éstos,
sus enemigos políticos agitaron a la asamblea y al pueblo contra ellos.
Menudearon manifestaciones, escraches, testigos falsos, llorosas
familias de los náufragos pidiendo justicia y otros recursos. No
faltaron sino tuiteros y tertulianos de televisión. Era nada menos que
el demos, el supuesto pueblo que allí se manifestaba,
poniéndose por encima de la legalidad. Exigiendo estarlo. Pero Sócrates,
que era un tío de una pieza, se negó a tragar. Denunció aquello, dijo
que la ley estaba por encima del populismo oportunista y, por supuesto,
se quedó solo. Acojonados, los miembros de la asamblea votaron lo que el pueblo pedía,
y los generales fueron ejecutados. Sócrates jamás lo olvidó, y Atenas,
por supuesto, no se lo perdonó nunca: los demagogos, porque se había
opuesto defendiendo la ley; los cobardes, porque los había puesto en
evidencia.
Y ahí está la explicación de lo que ocurrió más tarde. Porque cuando
Sócrates se enfrentó a su propio proceso y fue sentenciado a muerte,
pese al ofrecimiento de sus amigos de facilitarle la fuga, él se negó a
salvar su vida huyendo. Al contrario: consciente de que –incluso quienes
lo habían condenado– toda Atenas esperaba su fuga con alivio, resolvió
quedarse en la cárcel y beber la cicuta, aceptando sin protestar la
muerte que el Estado, en el uso de sus leyes, le infligía. Dando
ejemplo, él sí, de ciudadanía y de coraje, y pagando con la muerte esa
coherencia.
Así que no me toquen a Sócrates, por favor. Murió precisamente por
respetar las leyes, no por pasárselas por el forro de los huevos, como
hicieron, y siguen haciendo, Oriol Junqueras y el resto de la peña. No
se escuden en él para salpicarlo también con la podredumbre política,
social y moral propia de este país inculto, insolidario, infame,
desorientado y en demolición. Que por sus propios tristes méritos, como
la Atenas de Sócrates, tiene a menudo, o casi siempre, lo que merece
tener.
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