Seguridad y gobierno
-Luis Rubio
Groucho Marx, el comediante del siglo pasado, lo dijo con absoluta
claridad: "La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, diagnosticarlos de manera incorrecta y luego aplicar los
remedios equivocados". El gobierno tiene una gran claridad sobre varios
de los problemas que aquejan al país pero es crítico preguntarnos: ¿qué
pasa si su diagnóstico es errado?
Desde luego, el gobierno de
López Obrador no sería el primero en errar en el diagnóstico para luego
aplicar una estrategia equivocada, pero lo que sin duda lo caracteriza
es su arrogancia moral: no sólo posee la verdad absoluta, sino que todo
el resto es corrupto, es parte interesada o es conservador. Su riesgo de
errar es por lo tanto mayor.
En materia de seguridad llevamos
décadas dando palos de ciego. Unos gobiernos intentaron construir
policías nuevas, otros procuraron centralizar el mando; algunos
recurrieron al ejército, otros prometieron regresarlo a sus barracas.
Algunos pretendieron comprar a los miembros del crimen organizado, otros
desmantelaron las policías existentes. En una palabra, ha habido de
todo en los últimos treinta años, excepto claridad sobre lo que se
buscaba o continuidad en las políticas. Más ocurrencias que estrategia y
lo nuevo no es distinto.
El problema de la seguridad en el país
tiene muchas dimensiones pero, enfocado en términos históricos, su
carácter resulta transparente, sugiriendo la verdadera naturaleza del
desafío. El problema de la seguridad surgió en paralelo al deterioro que,
poco a poco, fue experimentando el régimen post revolucionario, sobre
todo a partir de los setenta, pero con celeridad desde los noventa. El
orden y respeto a la autoridad que existían hasta esos años se debían a
la naturaleza autoritaria del régimen, es decir, al miedo que la
ciudadanía les tenía a las policías y al gobierno en general. Los
priistas hablaban de la fortaleza de las instituciones, pero, en
retrospectiva, es evidente que no había instituciones fuertes, sino una
estructura muy eficiente y eficaz de control que, además, gozó de enorme
legitimidad por muchas décadas.
El gobierno central mantenía un
estrecho control sobre todos los factores clave de poder y
funcionamiento de la sociedad, lo que le permitía administrar la
criminalidad con efectividad, subordinar a los gobernadores (y usarlos
como instrumentos de su mando) y dictarle reglas del juego al crimen
organizado que, en aquella época, lo integraban esencialmente
colombianos cuyo interés se limitaba a transitar por el país para llegar
al mercado objetivo. El gobierno mexicano no negociaba con los narcos
como muchos imaginan, sino que establecía reglas del juego que, en
concordancia con la naturaleza del régimen, implicaban pagos a actores
locales o federales para agilizar el proceso. La seguridad era producto
de la fortaleza del régimen central y no de la existencia de una
estructura profesional, eficiente y "moderna" de policías o procesos
judiciales. Es ese control autoritario el que AMLO pretende recrear.
En
la medida en que aquel régimen se fue resquebrajando -por el
crecimiento de la población, la lógica de la economía global, la
incipiente apertura política- su capacidad de control se fue mermando.
Es decir, nunca hubo una decisión explícita que modificara la naturaleza
del régimen: su deterioro fue producto de su agotamiento gradual y de
decisiones en otros ámbitos que impactaron su fortaleza. Y ahí yace el
problema de fondo: mientras que el país ha ido cambiando en todos sus
ámbitos -participación política, libertad de expresión, cambio
tecnológico, globalización económica- el gobierno se quedó atorado en
sus mismas estructuras de antaño.
El problema de la seguridad
(como tantos otros) surge del agotamiento de un sistema de gobierno que
no se ha transformado en los últimos cincuenta años y que ya no empata
con la realidad del país de hoy. Involucrar al ejército en asuntos de
seguridad fue una decisión desesperada para enfrentar un problema real,
pero sin que mediara un reconocimiento de la naturaleza del fondo del
asunto. En este contexto, es absolutamente legítimo y meritorio el
debate sobre la guardia nacional: encumbrar al ejército como factótum en
este asunto no es solución, es tan solo otra medida desesperada.
El
problema de fondo es la inexistencia de gobierno -mucho más grave en
algunas latitudes que en otras, como ilustra Tamaulipas vs. Querétaro,
por citar dos casos prototípicos- y no las drogas, la corrupción o la
violencia por sí mismas.
El gobierno del presidente López Obrador
tiene que enfocar el problema correcto para poder resolver el asunto
que aqueja a toda la población y que consume recursos, ánimos y vidas
como ningún otro. Por supuesto que el ejército tendrá que ser parte de
la solución, pero no puede ser la solución en sí misma: no está
capacitado para funciones policíacas ni le responde a la ciudadanía. De
la misma forma, meramente tratar de reconstruir el viejo gobierno
todopoderoso de los sesenta es absurdo porque no es posible: las
condiciones que lo hacían viable dejaron de existir cuando creció y se
desarrolló la sociedad y no hay nada que el gobierno pueda hacer para
recrear aquel esquema, a menos de que pretenda imitar a Pinochet.
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