Y volviendo vi un hombre asentado en una silla a solas sin fuego, ni
hielo, ni demonio, ni pena alguna, dando las más desesperadas voces que oí en el
infierno, llorando el propio corazón, haciéndose pedazos a golpes y a vulcos.
¡Váleme Dios!-dije en mi alma-¿De qué se queja este, no
atormentándole nadie?
Y él, cada punto doblaba sus alaridos y voces.
-Dime -dije yo-, ¿qué eres y de qué te quejas, si ninguno te
molesta, si el fuego no te arde ni el hielo te cerca?
-¡Ay!-dijo dando voces-, que la mayor pena del infierno es la
mía. ¿Verdugos te parece que me faltan? ¡Triste de mí, que los más crueles están
entregados a mi alma! ¿No los ves?-dijo, y empezó a morder la silla y a dar vueltas
alrededor y gemir:
-Véelos qué sin piedad van midiendo a descompasadas culpas
eternas penas. ¡Ay, qué terrible demonio eres, memoria del bien que pude hacer y de los
consejos que desprecié, y de los males que hice! ¡Qué representación tan continua!
¡Déjasme tú y sale el entendimiento con imaginaciones de que hay gloria que pude gozar
y que otros gozan a menos costa que yo mis penas! ¡Oh, qué hermoso que pintas el cielo,
entendimiento, para acabarme! ¡Déjame un poco siquiera! ¿Es posible que mi voluntad no
ha de tener paz conmigo un punto? ¡Ay, huésped, y qué tres llamas invisibles, y qué
sayones incorpóreos me atormentan en las tres potencias del alma!; y cuando estos se
cansan entra el gusano de la conciencia, cuya hambre en comer del alma nunca se acaba.
Vesme aquí miserable, y perpetuo alimento de sus dientes.
-Fragmento de El sueño del infierno de Francisco de Quevedo y Villegas, editorial Siglo XXI
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