San Jorge y el dragón, 1470, Paolo Uccello (amplíese)
Fíjense en esa cadena que va de las manos de la doncella hasta el cuello del dragón. ¿Está la mujer encadenada al dragón? Lo está, sin duda, pero, ¿por qué da también la impresión de ser más bien ella la que lleva, de la cadena, a su dragón? ¿Cuál es, entonces, la índole profunda de esa relación entrambos? En el rostro de la doncella hay cierto rubor. Baja la mirada, a la vez que el gesto de su mano parece señalar hacia abajo, en dirección hacia la cabeza de ese monstruoso dragón de siniestra mirada y terribles colmillos. Un rubor, una mirada y un gesto de la mano que parecen decir: esto es lo que hay. Si quieres tenerme a mí,debes, primero, vencer a mi dragón. (...)
Por lo demás, la constelación de lo femenino (a la izquierda del lienzo) no se limita a la princesa y el dragón, sino que incluye también ese otro tercer elemento, de netas resonancias medievales. Me refiero, claro está, a la cueva, a esa oscura gruta que reúne a la mujer y al dragón en un conjunto compositivo cerrado. Un ámbito, además, donde el interior de la tierra se manifiesta de manera inquietante, similar al interior del cuerpo. Esa gruta es desde luego una hendidura en la tierra que se abre a un oscuro espacio interior. Y una que rima con esa otra tremenda abertura que es la boca del dragón. Resulta entonces obligado llamar la atención sobre el hecho de que el rostro de la doncella obtiene una luz suplementaria por el hecho de situarse sobre la zona más oscura del fondo de la cueva.
Y, por eso mismo, dos rostros opuestos: el dulce y bello de la mujer y el brutal y horrible del monstruo. Dos figuras, pues, opuestas, pero ambas ligadas, insistamos en ello, tanto por la cadena que las ata, como por la gruta que las enmarca, constituyendo así, entonces, un grupo bifronte. El grupo bifronte, enigmático, desconcertante, de lo femenino, dotado de dos caras: arriba la bella, abajo la otra —esa boca agresivamente dentada que se abre al interior del cuerpo del dragón.
Freud vio en el tema mítico de la cabeza cortada de la Gorgona (con su cabellera de serpientes) y de su siniestra mirada, una imagen precisa del horror provocado en el varón por la visión de los genitales femeninos. Pero podríamos decir también que lo que hizo fue poner en palabras cosas que otros antes habían puesto en imágenes. Volvamos así, a Uccello. Pues su configuración cromática nos devuelve una nueva manifestación de todo ello. El dragón es verde, como la tierra y el bosque que el caballero ha logrado atravesar. El caballo, en cambio, es blanco, como la blanca piel de la mujer. Y el vestido de esta es rojo, como la silla de montar del caballero. Pero el rojo más intenso se encuentra en la boca sangrante del dragón. Y es ese el mismo rojo de la parte delantera del vestido de la mujer, de su pecho y, sobre todo, de los pliegues delanteros de su falda. Pues, después de todo, lo que la boca abierta y amenazante —pero que habrá de ser vencida— del dragón pone en escena sobre la tela del lienzo, es eso que los vestidos de la bella mujer esconden.
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-Jesús González Requena
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