sábado, 31 de octubre de 2020

¿Tolerancia con los intolerantes?

  Justificar yihadistas

-Pablo Majluf

Hace poco el programa de comedia Saturday Night Live despidió al comediante Shane Gillis por una broma considerada discriminatoria –como ya cualquier cosa lo es– que hizo un año antes de ser contratado. Ya no sólo se persiguen las bromas actuales, sino las de un pasado remoto, una premisa que deja vulnerable a quien sea.

Aún no llegamos al nivel de los yihadistas que se ofenden por caricaturas de Mahoma y contestan con bombas en embajadas o matanzas en periódicos, pero se ha normalizado y, peor aún, fomentado la peligrosa práctica de empoderar a los ofendidos, quienes se adjudican una superioridad interpretativa para juzgar qué debe ser o no permitido. 

Cierto, la libertad de expresión no es absoluta y tiene límites más o menos bien establecidos en la Constitución y en la jurisprudencia. El asunto es precisamente que las pretensiones censoras de los inquisidores están más allá de lo que establece la ley. En inglés se ha denominado a esto cancel culture o call-out culture, un proceder tribal empeñado en obstaculizar y destruir –o, en el mejor de los casos, "adiestrar"– a una persona u organización desobediente sin más parámetro que las siempre cambiantes obsesiones moralinas de estos buscavidas. 

El año pasado la revista Time publicó unas fotografías de una fiesta de hace 19 años en las que el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, aparece disfrazado y maquillado de Aladino. Desde luego no tardaron en salir los guerreros de la justicia social a ofenderse por tan descarado blackface. Además de increíblemente ridícula, la historia es una cruel ironía por doble vía: no sólo porque la fiesta era de disfraces y se llamaba "Noches de Arabia", sino porque Trudeau ha sido uno de los principales adalides de este tipo de corrección política: apenas hace dos años, por ejemplo, corrigió públicamente a una mujer que había dicho mankind pidiéndole que mejor dijera peoplekind, pues el prefijo man (hombre) la hace una palabra misógina. 

Son justamente estas concesiones las que más empoderan a los polizontes de la apretadez. A la luz de los nuevos ataques islamistas en París, uno se pregunta si el propio Occidente no ha asistido inadvertidamente al fanatismo. El vínculo no es excesivo, como lo dilucidó esta semana el ministro de educación francés Jean-Michel Blanquer: "Hay que luchar contra esa matriz intelectual" procedente del propio Occidente y "sus tesis interseccionales que buscan esencializar a las identidades", pues está "en las antípodas de nuestro modelo republicano" y "es el caldo de cultivo para una fragmentación de nuestra sociedad y para una visión del mundo que converge con los intereses de los islamistas". 

No es que la corrección política alimente yihadistas, sino que le concede a su venganza una justificación moral. Acallar e incluso destruir a quien te ofendió, se ha vuelto válido.

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