jueves, 10 de septiembre de 2020

Radical

El cazador de raíces
-Pablo Neruda

Ehremburg, que leía y traducía mis versos, me regañaba: demasiada raíz, demasiadas raíces en tus versos.

¿Por qué tantas?

Es verdad. Y esto me lo decían mucho antes de que salieran del suelo el cuarto tomo de mi Memoria. Este se llama ‘El cazador de raíces’.

Las tierras de la frontera metieron sus raíces en mi poesía y nunca han podido salir de ella. Mi vida es una larga peregrinación que siempre retorna al bosque austral, a la selva perdida.

Allí los grandes árboles fueron tumbados a veces por 700 años de vida poderosa o desraizados por la turbulencia o quemados por la nieve o destruidos por el incendio. He sentido caer en la profundidad del bosque los árboles titánicos: el roble que se desploma con un sonido de catástrofe sorda, como si golpearan con una mano colosal a las puertas de la tierra pidiendo sepultura.

Pero las raíces quedan al descubierto, entregadas al tiempo enemigo, a la humedad, a los líquenes, a la aniquilación sucesiva.

Nada más hermoso que esas grandes manos abiertas, heridas y quemadas, que atravesándose en un sendero del bosque nos dicen el secreto del árbol enterrado, el enigma que sustentaba el follaje, los músculos profundos de la dominación vegetal. Trágicas e hirsutas, nos muestran una nueva belleza, son esculturas de la profundidad: obras maestras y secretas de la naturaleza.

Todo esto lo recuerdo porque la señora Julia Rogers, como una hada forestal, me ha enviado de regalo una raíz de roble, de 100 kilos de peso y de 500 años de edad. De inmediato comprendí con su regalo que esas raíces pertenecían a un pariente mío, o a un padre vegetal que de alguna manera se hacía presente en mi casa. Tal vez alguna vez yo escuché su consejo, su múltiple murmullo, sus palabras verdes en la montaña. Y tal vez ahora llegaba a mi vida, después de tantos años, a comunicarme su silencio.

¡Una cazadora de raíces¡ Imaginaria husmeando sobre el húmedo humus entre la intensa fragancia de las tricuspidarias y las labrinias, allí donde la araucaria imbricata, las cupresinias, los libocendurs o el drimis winterey se enseñorean como torres. Cruzar a caballo las agujas de la llovizna, enterrar los pies en el barro, oír el idioma gutural de los choroyes, quebrarse las uñas acechando cada vez una raíz más importante, más entrelazada, más lakoónica.

La señora Rogers me escribe que a veces los árboles desraizados han permanecido 100 años al viento, a la intemperie, a pleno invierno. Esto da a las obras maestras que ella busca texturas arañadas, colores de platería cenicienta, y, por sobre todo, la imponente belleza hirsuta y desgarradora que formaban los pies del árbol.

El gran sur forestal se va extinguiendo totalmente, arrasado quemado y combatido. El paisaje se monotoniza y adquiere la vestimenta industrial que necesita la ‘Papelera’. Se terminan los bosques sustituidos por los pinares con sus infinitas hileras de impermeables verdes. Tal vez estas raíces chilenas que la cazadora decidió reservar para nosotros serán algún día reliquias, como las mandíbulas de los megaterios.

No solo por eso celebro su pasión, sino porque ella nos revela un complicado mundo de formas secretas, una lección estética que nos da una vez más la tierra.

* * *

Hace años, andando con Rafael Alberti entre cascadas, matorrales y bosques, cerca de Osorno, Rafael me hacía observar que cada ramaje se diferenciaba, que las hojas parecían competir en la infinita variedad del estilo.

-Si parecen escogidas por un paisajista botánico para un parque estupendo –me decía.

Aun después, y en Roma, recordaba Rafael aquel paseo y la opulencia natural de nuestros bosques.

Así era. Así no es. Pienso con melancolía en mis andanzas de niño y de joven entre Boroa y Carahue, o hacia Toltén en las carrerías de la costa. ¡Cuántos descubrimientos! La apostura del canelo y su fragancia después de la lluvia, los líquenes, cuya barba de inverno cuelga en los rostros innumerables del bosque.

Yo empujaba los rostros caídos, tratando de encontrar el relámpago de algunos coleópteros; los cárabos dorados, que se habían vestido de tornasol para un minúsculo ballet bajo las raíces.

***

O más tarde, cruzando a caballo la cordillera hacia el lado argentino, bajo la bóveda verde de los árboles gigantes, un obstáculo: la raíz de uno de ellos, más alta que nuestras cabalgaduras, cerrándonos el paso. Trabajo de fuerza y de hacha hicieron posible la travesía. Aquellas raíces eran como catedrales volcadas: la magnitud descubierta que nos imponía su grandeza.

Todo esto pensando en la apasionada existencia de una nueva cazadora de raíces. Importante tarea, como sería la de coleccionar volcanes o crepúsculos.

Lo cierto es que las raíces, que siempre aparecieron en mi poesía, han vuelto a establecerse en mi casa como si hubiera caminado bajo la tierra, persiguiéndome y alcanzándome.

 

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