miércoles, 18 de septiembre de 2019

Entender la historia, pero no a gritos

Lecciones de la Independencia
-Héctor Aguilar Camín
 
La historia no es un lienzo grabado en granito. Es un mundo que se mueve según las necesidades de cada generación. Cada generación tiene derecho a escoger su pasado, a subrayar las tradiciones que responden mejor a las exigencias y los sueños de su presente. Intenté hace algunos años distinguir en un ensayo las lecciones de nuestra Independencia que podemos reconocer como fundamentales para el presente que vivimos. Recojo aquí las dos primeras: 
1.Con la legitimidad política no se juega. 

2. La violencia es mala partera de la historia.  
La legitimidad. La independencia de América tuvo su origen en una crisis de legitimidad, creada por Fernando VII, el monarca español, uno de los grandes productores de ilegitimidad de la historia de las monarquías europeas. Fernando VII conspiró primero contra el reinado de su padre para inducirlo a abdicar en su favor. Abdicó luego él mismo, en 1808, a favor de José Bonaparte, lo cual sublevó a España y a sus reinos de ultramar. Fernando fue repuesto en su trono por la insurrección popular española, en 1814, a partir de lo cual desconoció la Constitución de 1812, promulgada en su nombre por las Cortes de Cádiz. Restauró luego el absolutismo y desató la contrarrevolución de independencia que acabó de incendiar los dominios de ultramar. A este último respecto puede decirse que el más grande impulsor de nuestras guerras de independencia fue Fernando VII. Conclusión absoluta: con la legitimidad política no se juega. 

La violencia. Apenas puede exagerarse el poder destructor de nuestras guerras de independencia. En México murieron 600 mil personas de una población de 6 millones. La producción minera cayó a una cuarta parte, la agrícola a la mitad, la industrial a un tercio. Venezuela perdió entre 90 y 100 mil hombres de una población de 900 mil habitantes. Su hato ganadero disminuyó de 4.5 millones de cabezas a 256 mil. La peor herencia de las guerras independientes fue el militarismo. La independencia creó a los ejércitos que la hicieron posible. Al hacerlo, militarizó nuestra vida pública. Los militares fueron desde entonces en más de un sentido los dueños de las nacientes naciones, factores de poder real encarnados en caudillos y caciques con sus propios ejércitos capaces de desafiar y aun derrotar a gobiernos débiles. Conclusión: la violencia es muy mala partera de la historia y los militares sueltos sus peores administradores.
 
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Quien no conoce su historia está condenado a repetirla, se ha dicho famosamente (George Santayana). Quien no sabe leerla para servir su presente y su futuro, saca poco o ningún provecho de ella. Destaqué ayer dos lecciones de nuestra Independencia, útiles para hoy: Con la legitimidad política no se juega, puede producir terremotos; y la violencia es mala partera de la historia. Hay otras dos lecciones posibles: 

1. Donde no hay hacienda pública sana no puede haber gobierno sano. 

2. Puede inventarse de la noche a la mañana una Constitución, pero no una nación. 
1. Las finanzas públicas no son heroicas. No forman parte del imaginario histórico con la misma intensidad que los gestos y las gestas de los próceres. Pero la historia de nuestras desventuras como naciones independientes puede leerse en el camino de nuestras haciendas públicas, en la baja calidad de sus finanzas. Las guerras de Independencia fueron la peor escuela imaginable en esta materia. Una escuela de saqueo, confiscaciones, préstamos forzosos, impuestos especiales, suspensión de garantías económicas, despojo patrimonial de los enemigos. Conclusión: mala hacienda, mal gobierno.  

2. Las instituciones republicanas y democráticas no nacieron de nuestras costumbres políticas, sino de la quiebra inesperada de la legitimidad de una monarquía; su remplazo fue un experimento colectivo de gobiernos improvisados, especialistas en caer y ser derribados. Países como México no hallaron la forma efectiva de practicar las reglas democráticas soñadas por sus constituciones republicanas, sino hasta el año 2000. Lo que hubo en medio fue una hercúlea ortopedia de las viejas costumbres monárquicas metidas a empujones en los moldes constitucionales de gobiernos republicanos, democráticos y representativos. El país no tuvo estabilidad política, sino cuando pudo encontrar formas semimonárquicas de gobierno, hábilmente ejercidas mediante la manipulación de las formas democráticas previstas en la ley. Fueron las décadas de la presidencia personal de Porfirio Díaz en el siglo XIX y de las "monarquías sexenales" de los presidentes del PRI en el siglo XX. Podríamos estar estos días en un nuevo viaje de regreso a la costumbre, por encima de la ley.

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