Lector a la francesa
-Francisco Jódar
El francés Michel de Montaigne (1533-1592) fue un tipo peculiar. El haber nacido en una familia de buena posición le permitió recibir una excelente educación humanista. Estudió leyes, ejerció como juez, medió en las sangrientas querellas entre católicos y protestantes franceses y en 1570 se concedió el lujo de rechazar el puesto en la corte parisina que le ofrecía Enrique IV. En lugar de enfangarse en las intrigas del poder, prefirió retirarse discretamente a la torre de su castillo de Aquitania, de donde solo saldría para un viaje por Suiza, Alemania e Italia, y, muy a su pesar, para ser alcalde de Burdeos durante cuatro años, ya que le habían elegido para el cargo. En la libertad íntima de su château estudiaba, leía, veía pasar la vida (que vivir también es eso) y escribía como el hedonista-estoico sabio y refinado que era.
El fruto de esa temprana retirada (contaba 38 años, una edad no muy avanzada ni siquiera para el siglo XVI) son Los Ensayos, un libro admirable que empezó a publicarse en 1580 e inauguró un género (el ensayo, claro) del que Montaigne sigue siendo considerado un gran maestro.
Los pensamientos del Señor de la Montaña vagaban elegantemente de un asunto a otro (el canibalismo, la soledad, la ira, los libros, el sexo, la muerte…, cualquier cosa) apoyados en una erudición bestial, un buen estilo y un espíritu escéptico y libre que buscaba con pasión la verdad, pero (definitivamente, este hombre era un perro verde) sin pretender estar nunca en posesión de la verdad absoluta ni proferir dogmas.
Quizá la mejor forma de conocerlo y disfrutarlo sea la de Orson Welles: "Lo leo cada semana, a la manera en que la gente lee la Biblia, no durante mucho rato. Abro mi Montaigne, leo una página o dos, por placer, sin más".
El señor de la torre
Montaigne y su pensamiento no se entienden sin los libros que leyó, y él mismo escribía amparado por las citas de los autores clásicos, que actuaban como una especie de esqueleto de sus textos. Sentado a la mesa de la estancia en el segundo piso de la torre donde trabajaba, le bastaba levantar la vista para contemplar su biblioteca de unos mil volúmenes (una barbaridad para la época), repartidos a lo largo de estanterías curvadas que seguían el contorno de los muros. En las vigas de madera de este despacho hizo labrar 57 sentencias (de Homero, Platón, Sófocles, Eurípides, del Eclesiastés…) que permiten entender mejor las raíces de su obra, y en uno de los muros dejó constancia en latín de las razones de su autoimpuesto destierro de este mundo traidor:
Montaigne y su pensamiento no se entienden sin los libros que leyó, y él mismo escribía amparado por las citas de los autores clásicos, que actuaban como una especie de esqueleto de sus textos. Sentado a la mesa de la estancia en el segundo piso de la torre donde trabajaba, le bastaba levantar la vista para contemplar su biblioteca de unos mil volúmenes (una barbaridad para la época), repartidos a lo largo de estanterías curvadas que seguían el contorno de los muros. En las vigas de madera de este despacho hizo labrar 57 sentencias (de Homero, Platón, Sófocles, Eurípides, del Eclesiastés…) que permiten entender mejor las raíces de su obra, y en uno de los muros dejó constancia en latín de las razones de su autoimpuesto destierro de este mundo traidor:
"En el año de Cristo de 1571, a la edad de 38 años, en la vigilia de las calendas de marzo, el día de su cumpleaños, Michel de Montaigne, hastiado ya hace tiempo de la esclavitud del Palacio y de las tareas públicas, mientras, todavía incólume, anhela refugiarse en el seno de las doctas musas, donde, tranquilo y libre de preocupaciones, atravesará finalmente la ¡ay! pequeña parte del trayecto que le resta por recorrer, si los hados así se lo conceden, ha consagrado esta sede y este dulce escondrijo de sus antepasados a su libertad, tranquilidad y ocio".
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