-Enrique Vila-Matas, Premio FIL de Literatura
He
venido a hablarles del futuro. Supongo que del futuro de la novela,
aunque quizás sólo del futuro de este discurso. Voy a contarles cómo
durante años imaginé que se presentaba el futuro. Sitúense en 1948, el
año en que nací, en la tarde de agosto en la que un disco extraño y casi
silencioso comenzó a sonar en las emisoras de música de Maryland, y
pronto se fue extendiendo por la Costa Este, dejando una estela de
perplejidad en sus casuales oyentes. ¿Qué era aquello? No se había oído
nunca nada igual y, por tanto, aún no tenía nombre, pero era –ahora lo
sabemos– la primera canción de rock and roll de la historia. Quienes la
oían, entraban de golpe en el futuro. La música de aquel disco parecía
provenir del éter y flotar literalmente sobre las ondas del aire de
Maryland. Aquello, señoras y señores, era el rock and roll llegando con
la reposada lentitud de lo verdaderamente imprevisto. La canción se
titulaba Demasiado pronto para saberlo (It's too soon to know), y era la primera
grabación de The Orioles, cinco músicos de Baltimore. Sonaba rara, nada
extraño si tenemos en cuenta que era el primer signo de que algo estaba
cambiando.
¿Qué
pudo pensar la primera persona que, oyendo radio Maryland aquella
mañana, comprendió que empezaba una nueva era? "Es demasiado pronto",
decía la canción, "muy pronto para saberlo", susurraba titubeante Sonny
Til, el cantante.
He
venido a hablarles del futuro, que para mí durante años ha sido algo
que llegaba como llegó el rock el año en que nací, con aquella reposada
lentitud de lo verdaderamente imprevisto.
He
venido a hablarles del futuro. Y está claro que, como me autoimpongo el
tema yo mismo, busco complicarme la vida. Nada que me sorprenda
demasiado. Así he venido trabajando estos años, trabajando en libros
difíciles que llevaba lo más lejos posible, hasta sus límites; libros
que, al publicarlos, se convertían en callejones sin salida, porque no
se veía qué podía hacer ya después de ellos. Pero yo esto lo hacía de un
modo consciente, porque era a ese punto al que yo quería llegar.
Cada libro que escribía parecía llevarme a dejar de escribir. Lo publicaba y me instalaba en un estado de callejón sin salida,
y los amigos volvían a hacerme la pregunta habitual: "Y después de
esto, ¿qué vas a hacer?" Y yo pensaba que todo había terminado. Me
costaba salir de ese callejón. Pero por suerte, siempre a última hora,
me acordaba de que la inteligencia es el arte de saber encontrar un
pequeño hueco por donde escapar de la situación que nos tiene atrapados.
Y yo siempre tenía la suerte de acabar encontrando el hueco mínimo y me
escapaba, y entraba en un nuevo libro.
Los
callejones sin salida han sido el motor central de mi obra. Por eso no
me extraña que ahora quiera complicarme la vida y hablarles del futuro.
Pero no pasa nada. De hecho, estoy acostumbrado a relacionarme con él,
con el futuro. ¿O no estoy especializado en narrar previamente los
viajes que realizo? Acostumbro a adelantarme a lo que pueda pasar y lo
cuento en artículos de prensa. Después, viajo al lugar y vivo allí lo
escrito.
Como
tengo esa costumbre de narrar los viajes antes de hacerlos, he escrito
previamente este discurso antes de salir de Barcelona rumbo a
Guadalajara. Bueno, sé que es obvio que lo he escrito antes, pues de lo
contrario no estaría leyéndolo ahora. La ventaja de esto es que conozco
cómo acaba, lo que demuestra que, en contra de lo que se cree, el futuro
no es a veces tan indescifrable.
Si
me impuse hablarles del futuro fue sobre todo porque este premio,
antiguo premio Rulfo, distingue la obra de autores "con un aporte
significativo a la literatura de nuestros días" y yo quería que se
supiera que quizás me ajusto a esta premisa porque desde siempre he
escrito en la necesidad de encontrar escrituras que nos interroguen
desde la estricta contemporaneidad, en la necesidad de encontrar
estructuras que no se limiten a reproducir modelos que ya estaban
obsoletos hace cien años.
Es
tal mi costumbre de buscar nuevas escrituras que voy a decirles ahora,
no cómo escribo, sino cómo me gustaría escribir. Y recurro para ello a
Robert Walser, aquel escritor suizo al que Christopher Domínguez Michael
llamó en cierta ocasión "mi héroe moral".
Parece
que Walser se vio realmente liberado de sí mismo el día en que hizo un
viaje nocturno en globo, desde Bitterfeld hasta una playa del Báltico.
Un viaje sobre una Alemania dormida en la oscuridad. "Subieron a la
barquilla, a la extraña casa, tres personas y soltaron las cuerdas de
sujeción, y el globo voló lentamente hacia lo alto", escribió Walser, el
paseante por excelencia, un caminante que en realidad había nacido para
ese recorrido silencioso por el aire, pues siempre en todos sus
trabajos en prosa, quiso alzarse sobre la pesada vida terrestre,
desaparecer suavemente y sin ruido hacia un reino más libre.
Me
gustaría escribir alzándome sobre la pesada vida terrestre. Pero en
caso de lograrlo, ¿coincidirían mis itinerarios con los trayectos
nocturnos que sospecho que seguirá la novela en el futuro? A principios
de este siglo, aún habría dicho que sí, que algunos recorridos
coincidirían. Quizás entonces aún era optimista, porque me sentía aliado
con estas líneas de Borges: "¿Qué soñará el indescifrable futuro?
Soñará que Alonso Quijano puede ser don Quijote sin dejar su aldea y sus
libros".
Pensaba
que en las novelas por venir no sería necesario dejar la aldea y salir
al campo abierto porque la acción se difuminaría en favor del
pensamiento. Con una confianza ingenua en la evolución de la exigencia
de los lectores del nuevo siglo, creía que en el indescifrable futuro la
novela de formato decimonónico –que se había cobrado ya sus mejores
piezas– iría cediendo su lugar a los ensayos narrativos, o a las
narraciones ensayísticas, y quizás incluso cedería el paso a una prosa
brumosa y compacta, estilo Sebald (es decir, muy en el modo en que
Nietzsche hacía de la vida, literatura), o estilo Sergio Pitol, el de El mago de Viena,
con ese tipo de prosa compacta en la que el autor disolvía las
fronteras entre los géneros, haciendo que desaparecieran los índices y
los textos consistieran en fragmentos unidos por una estructura de
unidad perfecta; una prosa a cuerpo descubierto, la prosa del nuevo
siglo.
Pensaba
que en ese siglo se cedería el paso a un tipo de novela ya felizmente
instalada en la frontera; una novela en la que sin problemas se
mezclarían lo autobiográfico con el ensayo, con el libro de viajes, con
el diario, con la ficción pura, con la realidad traída al texto como
tal. Pensaba que iríamos hacia una literatura acorde con el espíritu del
tiempo, una literatura mixta, donde los límites se confundirían y la
realidad podría bailar en la frontera con la ficción, y el ritmo
borraría esa frontera.
Le
preguntaron a Roberto Bolaño en 2001 en una entrevista en Chile qué
novelas serían las que veríamos en el futuro. Y Bolaño respondió
literalmente que una novela que sólo se sostiene por el argumento –con
un formato más o menos archiconocido, pero no archiconocido en este
siglo, sino ya en el XIX– es un tipo de novela que se acabó.
"Se
va a seguir haciendo y, además, va a seguir haciéndose durante
muchísimo tiempo", dijo Bolaño, "pero esa novela ya está acabada, y no
está acabada porque yo lo diga, está acabada desde hace muchísimos años.
Después de La invención de Morel, no se puede escribir una novela así,
en donde lo único que aguanta el libro es el argumento. En donde no hay
estructura, no hay juego, no hay cruce de voces".
De
cara a la narrativa que yo creía que estaba por venir, uno de mis
puntos de orientación era el anartista Marcel Duchamp. Artista no, decía
de sí mismo: anartista. En diferentes ocasiones, pensando en su legado,
insinué que tal vez no sólo íbamos a dejar atrás por fin la anquilosada
narrativa del pasado, sino que iríamos hacia una novela conceptual: un
tipo de novela que recogería el intento de Marcel Duchamp de reconciliar
arte y vida, obra y espectador. Tenía presente lo que decía Octavio Paz
de esa reconciliación propuesta por Duchamp: "El arte fundido a la vida
es arte socializado, no arte social ni socialista, y aún menos
actividad dedicada a la producción de objetos hermosos o simplemente
decorativos. Arte fundido a la vida quiere decir poema de Mallarmé o
novela de Joyce: el arte más difícil. Un arte que obliga al espectador y al lector a convertirse en un artista y en un poeta".
Creía
que se abriría paso ese arte difícil y que espectadores y lectores
devendrían artistas y poetas. Y creía que surgirían libros, donde la
forma fuera el contenido y el contenido fuera la forma. Libros de los
que alguien pudiera, por ejemplo, quejarse de que el material a veces no
pareciera escrito en su lengua. Y a quien pudiéramos decirle: pero es
que no está escrito después de todo, no está escrito para ser leído, o
no sólo para ser leído; se ha creado para ser mirado y escuchado; mira,
su escritura no es acerca de algo, es algo en sí mismo. Cuando el
sentido es dormir, las palabras se van a dormir. Cuando el sentido es
bailar, las palabras bailan. Los novelistas engendran obras discursivas
porque se centran en hablar sobre las cosas, sobre un asunto, mientras
que el arte auténtico no hace eso: el arte auténtico es la cosa y no
algo sobre las cosas: no es arte sobre algo, es el arte en sí.
Por eso me gustaban más Bouvard y Pecuchet y Finnegans Wake, las obras imperfectas que se abren paso en Flaubert y Joyce después de sus grandes obras, Madame Bovary y Ulises,
respectivamente. Veía en esas obras desatadas e imperfectas caminos
geniales hacia el futuro. Creía que todos devendríamos artistas y
poetas, pero luego las cosas se torcieron y, entre sombras de Grey,
ahora triunfa la corriente de aire, siempre tan limitada, de los
novelistas con tendencia obtusa al "desfile cinematográfico de las
cosas", por no hablar de la corriente de los libros que nos jactamos
groseramente de haber leído de un tirón, etc.
A
la caída de la capacidad de atención ha contribuido una industria
editorial que está erradicando de la literatura todo aquello que nos
quiere hacer creer que es demasiado pesado, o que va demasiado cargado
de sentido, o que puede parecer intelectual. Y el panorama, desde el
punto de vista literario –si es que ese punto de vista aún existe– es
desolador.
"¿Y
por qué los escritores son, más que otra gente, presa fácil de las
depresiones?", pregunta alguien en un relato de Mario Levrero. Y alguien
dice: "Se deprimen porque no pueden tolerar la idea de tener que vivir
en un mundo estropeado por los imbéciles".
En
un mundo en el que quienes leen son una pavorosa minoría, un escritor
ya bastante hace con sobrevivir. Cada día son más inencontrables, pero
quedan todavía algunos –podríamos llamarles "los escritores de antes"–
que se salvan gracias a que aún saben arreglárselas para tratar de
escribir lo que escribirían si escribiesen. Pero de estos cada vez hay
menos. Son supervivientes de una especie en extinción; tipos
complicados, gente de un coraje tan antiguo como el coraje mismo, gente
zumbada; trastornada si ustedes quieren; gente esencialmente obsesiva,
fascinantemente obsesiva.
A
un amigo escritor le preguntó una dama en un coloquio cuándo iba a
dejar de escribir sobre tipos que parecen moverse por el Far West y
aniquilan a escritores falsos.
–Cuando me salga bien, dejaré de hacerlo –contestó.
En
arte cuenta mucho la insistencia desaforada, la presencia del maniático
detrás de la obra. Los escritores supervivientes saben que el futuro ya
no va a llegar a través de las ondas; no va a llegar, como en el año en
que nací, con las alegres formas de una música distinta.
Mi biografía va del nacimiento del rock and roll a los atentados de este noviembre en París.
En
un intenso texto de Xavier Person, que leí ayer en el avión que me
trajo hasta aquí, he podido seguir los pasos de George Didi-Huberman en
el momento de abrir la puerta de una habitación de hospital en París, y
he entrado con él en el cuarto de Simon, un joven de 33 años gravemente
herido en la columna vertebral por una bala de Kalachnikov en el
atentado de Charlie Hebdo. En ese cuarto, este superviviente, nos dice
Didi-Huberman, "trabaja para vivir". Su cuerpo lentamente se pone en
movimiento y él está intentando levantarse, literalmente elevarse, para
volver a ser.
Desde
ese cuarto de hospital francés he pensado en los emigrantes de la
guerra de Siria que, después de haber arriesgado la vida, ponen pie en
tierra en una isla del Mediterráneo, y luego lentamente se van alzando,
se van elevando, también para sentir que vuelven a ser. Y al pensar en
ellos he oído el eco de las voces de los supervivientes que nos hablan
en el documento de Svetlana Alexievitch sobre Chernóbil. El libro no
trata tanto de la catástrofe general como del mundo después de esa
catástrofe. El libro habla de cómo la gente se adapta a la nueva
realidad. Esa realidad que ya ha sucedido, pero aún no se percibe del
todo, pero está aquí ya, entre todos nosotros, susurra el coro trágico. Y
ustedes ahora me van a perdonar, pero lo que dicen las voces de
Chernóbil, el gran coro, es el futuro.
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