ilustración de Colin Alexander (amplíese)
La Reina de las Nieves
(Historia en siete episodios)
-Hans Christian Andersen
************************PRIMER EPISODIO*******************
Trata del espejo y del trozo de espejo
Atención, que vamos a empezar. Cuando hayamos llegado al final de esta parte sabremos más que ahora; pues esta historia trata de un duende perverso, uno de los peores, ¡como que era el diablo en persona! Un día estaba de muy buen humor, pues había construido un espejo dotado de una curiosa propiedad: todo lo bueno y lo bello que en él se reflejaba se encogía hasta casi desaparecer, mientras que lo inútil y feo destacaba y aún se intensificaba. Los paisajes más hermosos aparecían en él como espinacas hervidas, y las personas más virtuosas resultaban repugnantes o se veían en posición invertida, sin tronco y con las caras tan contorsionadas, que era imposible reconocerlas; y si uno tenía una peca, podía tener la certeza de que se le extendería por la boca y la nariz. Era muy divertido, decía el diablo. Si un pensamiento bueno y piadoso pasaba por la mente de una persona, en el espejo se reflejaba una risa sardónica, y el diablo se retorcía de puro regocijo por su ingeniosa invención. Cuantos asistían a su escuela de brujería -pues mantenía una escuela para duendes- contaron en todas partes que había ocurrido un milagro; desde aquel
día, afirmaban, podía verse cómo son en realidad el mundo y los hombres. Dieron la vuelta al Globo con el espejo, y, finalmente, no quedó ya un solo país ni una sola persona que no hubiese aparecido desfigurada en él. Luego quisieron subir al mismo cielo, deseosos de reírse a costa de los ángeles y de Dios Nuestro Señor. Cuanto más se elevaban con su espejo, tanto más se reía éste sarcásticamente, hasta tal punto que a duras penas podían sujetarlo. Siguieron volando y acercándose a Dios y a los ángeles, y he aquí que el espejo tuvo tal acceso de risa, que se soltó de sus manos y cayó a la Tierra, donde quedó roto en cien millones, qué digo, en billones de fragmentos y aún más. Y justamente entonces causó más trastornos que antes, pues algunos de los pedazos, del tamaño de un grano de arena, dieron la vuelta al mundo, deteniéndose en los sitios donde veían gente, la cual se reflejaba en ellos completamente contrahecha, o bien se limitaban a reproducir sólo lo irregular de una cosa, pues cada uno de los minúsculos fragmentos conservaba la misma virtud que el espejo entero. A algunas personas, uno de aquellos pedacitos llegó a metérseles en el corazón, y el resultado fue horrible, pues el corazón se les volvió como un trozo de hielo. Varios pedazos eran del tamaño suficiente para servir de cristales de ventana; pero era muy desagradable mirar a los amigos a través de ellos. Otros fragmentos se emplearon para montar anteojos, y cuando las personas se calaban estos lentes para ver bien y con justicia, huelga decir lo que pasaba. El diablo se reía a reventar, divirtiéndose de lo lindo. Pero algunos pedazos diminutos volaron más
lejos. Ahora vas a oírlo.
*****************SEGUNDO EPISODIO***********************
Un niño y una niña
En la gran ciudad, donde viven tantas personas y se alzan tantas casas que no queda sitio para que todos tengan un jardincito -por lo que la mayoría han de contentarse con cultivar flores en macetas-, había dos niños pobres que tenían un jardín un poquito más grande que un tiesto. No eran hermano y hermana, pero se querían como si lo fueran. Los padres vivían en las buhardillas de dos casas contiguas. En el punto donde se tocaban los tejados de las casas, y el canalón corría entre ellos, se abría una ventanita en cada uno de los edificios; bastaba con cruzar el canalón para pasar de una a otra de las ventanas.
Los padres de los dos niños tenían al exterior dos grandes cajones de madera, en los que plantaban hortalizas para la cocina; en cada uno crecía un pequeño rosal, y muy hermoso por cierto. He aquí que a los padres se les ocurrió la idea de colocar los cajones de través sobre el canalón, de modo que alcanzasen de una a otra ventana, con lo que parecían dos paredes de
flores. Zarcillos de guisantes colgaban de los cajones, y los rosales habían echado largas ramas, que se curvaban al encuentro una de otra; era una especie de arco de triunfo de verdor y de flores. Como los cajones eran muy altos, y los niños sabían que no debían subirse a ellos, a menudo se les daba permiso para visitarse; entonces, sentados en sus taburetes bajo las rosas, jugaban en buena paz y armonía.
En invierno, aquel placer se interrumpía. Con frecuencia, las ventanas estaban completamente heladas. Entonces los chiquillos calentaban a la estufa monedas de cobre, y, aplicándolas contra el hielo que cubría al cristal, despejaban en él una mirilla, detrás de la cual asomaba un ojo cariñoso y dulce, uno en cada ventana; eran los del niño y de la niña; él se llamaba Carlos, y ella, Margarita. En verano era fácil pasar de un salto a la casa del otro, pero en invierno había que bajar y subir muchas escaleras, y
además nevaba copiosamente en la calle. Es un enjambre de abejas blancas - decía la abuela, que era muy viejecita.
-¿Tienen también una reina? -preguntó un día el
chiquillo, pues sabía que las abejas de verdad la tienen.
-¡Claro que sí! -respondió la abuela-. Vuela en el
centro del enjambre, con las más grandes, y nunca se posa en el suelo, sino que
se vuelve volando a la negra nube. Algunas noches de invierno vuela por las
calles de la ciudad y mira al interior de las ventanas, y entonces éstas se
hielan de una manera extraña, cubriéndose como de flores.
-¡Sí, ya lo he visto! -exclamaron los niños a dúo; y
entonces supieron que aquello era verdad.
-¿Y podría entrar aquí la reina de las nieves?
-preguntó la muchachita.
-Déjala que entre -dijo el pequeño-. La pondré sobre la
estufa y se derretirá.
Pero la abuela le acarició el cabello y se puso a
contar otras historias.
Aquella noche, estando Carlitos en su casa medio
desnudo, se subió a la silla que había junto a la ventana y miró por el agujerito. Fuera caían algunos copos de nieve, y uno de ellos, el mayor, se posó sobre el borde de uno de los cajones de flores; fue creciendo y creciendo, y se transformó, finalmente, en una doncella vestida con un exquisito velo blanco hecho como de millones de copos en forma de estrella. Era hermosa y distinguida, pero de hielo, de un hielo cegador y centelleante, y, sin embargo, estaba viva; sus ojos brillaban como límpidas estrellas, pero no había paz y reposo en ellos. Hizo un gesto con la cabeza y una seña con la mano. El niño, asustado, saltó al suelo de un brinco; en aquel momento pareció como si delante de la ventana pasara volando un gran pájaro. Fue una sensación casi real.
Al día siguiente hubo helada con el cielo sereno, y luego vino el deshielo; después apareció la primavera. Lució el sol, brotaron las plantas, las golondrinas empezaron a construir sus nidos; se abrieron las
ventanas, y los niños pudieron volver a su jardincito del canalón, encima de todos los pisos de las casas.
En verano, las rosas florecieron con todo su esplendor.
La niña había aprendido una canción que hablaba de rosas, y en ella pensaba al mirar las suyas; y la cantó a su compañero, el cual cantó con ella:
«Florecen en el valle las rosas,
Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas».
Y los pequeños, cogidos de las manos, besaron las rosas
y, dirigiendo la mirada a la clara luz del sol divino, le hablaron como si fuese
el Niño Jesús. ¡Qué días tan hermosos! ¡Qué bello era todo allá fuera, junto a
los lozanos rosales que parecían dispuestos a seguir floreciendo eternamente!
Carlos y Margarita, sentados, miraban un libro de
estampas en que se representaban animales y pajarillos, y entonces -el reloj
acababa de dar las cinco en el gran campanario- dijo Carlos:
-¡Ay, qué pinchazo en el corazón! ¡Y algo me ha entrado
en el ojo!
La niña le rodeó el cuello con el brazo, y él
parpadeaba, pero no se veía nada.
-Creo que ya salió -dijo; pero no había salido. Era uno
de aquellos granitos de cristal desprendidos del espejo, el espejo embrujado.
Bien se acuerdan de él, de aquel horrible cristal que volvía pequeño y feo todo lo grande y bueno que en él se reflejaba, mientras hacía resaltar todo lo malo y ponía de relieve todos los defectos de las cosas. Pues al pobre Carlitos le había entrado uno de sus trocitos en el corazón. ¡Qué poco tardaría éste en volvérsela como un témpano de hielo! Ya no le dolía, pero allí estaba.
-¿Por qué lloras? -preguntó el niño-. ¡Qué fea te
pones! No ha sido nada. ¡Uf! -exclamó de pronto-, ¡aquella rosa está agusanada!
Y mira cómo está tumbada. No valen nada, bien mirado. ¡Qué quieres que salga de
este cajón! -y pegando una patada al cajón, arrancó las dos rosas.
-Carlos, ¿qué haces? -exclamó la niña; y al darse él
cuenta de su espanto, arrancó una tercera flor, se fue corriendo a su ventana y
huyó de la cariñosa Margarita.
Al comparecer ella más tarde con el libro de estampas, le dijo Carlos que aquello era para niños de pecho; y cada vez que abuelita contaba historias, salía él con alguna tontería. Siempre que podía, se situaba detrás de ella, y, calándose unas gafas, se ponía a imitarla; lo hacía con mucha gracia, y todos los presentes se reían. Pronto supo remedar los andares y los modos de hablar de las personas que pasaban por la calle, y todo lo que tenían de peculiar y de feo. Y la gente exclamaba: -¡Tiene una cabeza extraordinaria este chiquillo -. Pero todo venía del cristal que por el ojo se le había metido en el corazón; esto explica que se burlase incluso de la pequeña Margarita, que tanto lo quería.
Sus juegos eran ahora totalmente distintos de los de
antes; eran muy juiciosos. En invierno, un día de nevada, se presentó con una
gran lupa, y sacando al exterior el extremo de su chaqueta, dejó que se
depositasen en ella los copos de nieve.
-Mira por la lente, Margarita -dijo; y cada copo se
veía mucho mayor, y tenía la forma de una magnífica flor o de una estrella de
diez puntas; daba gusto mirarlo.
-¡Fíjate qué arte! -observó Carlos-. Es mucho más
interesante que las flores de verdad; aquí no hay ningún defecto, son
completamente regulares. ¡Si no fuera porque se funden!
Poco más tarde, el niño, con guantes y su gran trineo a
la espalda, dijo al oído de Margarita:
-Me han dado permiso para ir a la plaza a jugar con los
otros niños -y se marchó.
En la plaza no era raro que los chiquillos más
atrevidos atasen sus trineos a los coches de los campesinos, y de esta manera
paseaban un buen trecho arrastrados por ellos. Era muy divertido. Cuando estaban
en lo mejor del juego, llegó un gran trineo pintado de blanco, ocupado por un
personaje envuelto en una piel blanca y tocado con un gorro, blanco también. El
trineo dio dos vueltas a la plaza, y Carlos corrió a atarle el suyo, dejándose
arrastrar. El trineo desconocido corría a velocidad creciente, y se internó en
la calle más próxima; el conductor volvió la cabeza e hizo una seña amistosa a
Carlos, como si ya lo conociese. Cada vez que Carlos trataba de soltarse, el
conductor le hacía un signo con la cabeza, y el pequeño se quedaba sentado. Al
fin salieron de la ciudad, y la nieve empezó a caer tan copiosamente, que el
chiquillo no veía siquiera la mano cuando se la ponía delante de los ojos; pero
la carrera continuaba. Él soltó rápidamente la cuerda para desatarse del trineo
grande pero de nada le sirvió; su pequeño vehículo seguía sujeto, y corrían con
la velocidad del viento. Se puso a gritar, pero nadie lo oyó; continuaba nevando
intensamente, y el trineo volaba, pegando de vez en cuando violentos saltos,
como si salvase fosos y setos. Carlos estaba aterrorizado; quería rezar el
Padrenuestro, pero sólo acudía a su memoria la tabla de multiplicar.
Los copos de nieve eran cada vez mayores, hasta que, al
fin, parecían grandes pollos blancos. De repente dieron un salto a un lado, el
trineo se detuvo, y la persona que lo conducía se incorporó en el asiento. La
piel y el gorro eran de pura nieve, y ante los ojos del chiquillo se presentó
una señora alta y esbelta, de un blanco resplandeciente. Era la Reina de las
Nieves.
-Hemos corrido mucho –dijo-, pero, ¡qué frío! Métete en
mi piel de oso.
Prosiguió, y lo sentó junto a ella en su trineo y lo
envolvió en la piel. A él le pareció que se hundía en un torbellino de nieve.
-¿Todavía tienes frío? –le preguntó la señora,
besándolo en la frente. ¡Oh, sus labios eran peor que el hielo, y el beso se le
entró en el corazón, que ya de suyo estaba medio helado! Tuvo la sensación de
que iba a morir, pero no duró más que un instante; luego se sintió
perfectamente, y dejó de notar el frío.
«¡Mi trineo! ¡No olvides mi trineo!», pensó él de
pronto; pero estaba atado a uno de los pollos blancos, el cual echo a volar
detrás de ellos con el trineo a la espalda. La Reina de las Nieves dio otro beso
a Carlos, y Margarita, la abuela y todos los demás se borraron de su memoria.
-No te volveré a besar -dijo ella-, pues de lo
contrario te mataría.
Carlos la miró; era muy hermosa; no habría podido
imaginar un rostro más inteligente y atractivo. Ya no le parecía de hielo, como
antes, cuando le había estado haciendo señas a través de la ventana. A los ojos
del niño era perfecta, y no le inspiraba temor alguno. Le contó que sabía hacer
cálculo mental, hasta con quebrados; que sabía cuántas millas cuadradas y
cuántos habitantes tenía el país. Ella lo escuchaba sonriendo, y Carlos empezó a
pensar que tal vez no sabía aún bastante. Y levantó los ojos al firmamento, y
ella emprendió el vuelo con él, hacia la negra nube, entre el estrépito de la
tempestad; el niño se acordó de una vieja canción. Pasaron volando por encima de
ciudades y lagos, de mares y países; debajo de ellos aullaban el gélido viento y
los lobos, y centelleaba la nieve; y encima volaban las negras y ruidosas
cornejas; pero en lo más alto del cielo brillaba, grande y blanca, la luna, y
Carlos la estuvo contemplando durante toda la larga noche. Al amanecer se quedó
dormido a los pies de la Reina de las Nieves.
**********************TERCER EPISODIO***************************
El jardín de la hechicera
Pero, ¿qué hacía Margarita, al ver que Carlos no
regresaba? ¿Dónde estaría el niño? Nadie lo sabía, nadie pudo darle noticias.
Los chicos de la calle contaban que lo habían visto atar su trineo a otro muy
grande y hermoso que entró en la calle, y salió por la puerta de la ciudad.
Todos ignoraban su paradero; corrieron muchas lágrimas, y también Margarita
lloró copiosa y largamente. Después la gente dijo que había muerto, que se
habría ahogado en el río que pasaba por las afueras de la ciudad.
¡Ah, qué días de invierno más largos y tristes! Y llegó
la primavera, con su sol confortador.
-Carlos murió; ya no lo tengo -dijo la pequeña
Margarita.
-No lo creo -respondió el sol.
-Está muerto y ha desaparecido -dijo la niña a las
golondrinas.
-¡No lo creemos! -replicaron éstas; y al fin la propia
Margarita llegó a no creerlo tampoco.
-Me pondré los zapatos colorados nuevos -dijo un día-.
Los que Carlos no ha visto aún, y bajaré al río a preguntar por él.
Era aún muy temprano. Dio un beso a su abuelita, que
dormía, y, calzándose los zapatos rojos, salió sola de la ciudad, en dirección
al río.
-¿Es cierto que me robaste a mi compañero de juego? Te
daré mis zapatos nuevos si me lo devuelves.
Y le pareció como si las ondas le hiciesen unas señas
raras. Se quitó los zapatos rojos, que le gustaban con delirio, y los arrojó al
río; pero cayeron junto a la orilla, y las leves ondas los devolvieron a tierra.
Se habría dicho que el río no aceptaba la prenda que ella más quería, porque
Carlos no estaba en él. Pero Margarita, pensando que no había echado los zapatos
lo bastante lejos, se subió a un bote que flotaba entre los juncos y, avanzando
hasta su extremo, arrojó nuevamente los zapatos al agua. Pero resultó que el
bote no estaba amarrado y, con el movimiento producido por la niña, se alejó de
la orilla. Al darse cuenta la niña, quiso saltar a tierra, pero antes que
pudiera llegar a popa, la embarcación se había separado ya cosa de una vara de
la ribera y seguía alejándose a velocidad creciente.
Margarita, en extremo asustada, rompió a llorar, pero
nadie la oyó aparte de los gorriones, los cuales, no pudiendo llevarla a tierra, se
echaron a volar a lo largo de la orilla, piando como para consolarla: «¡Estamos
aquí, estamos aquí!». El bote avanzaba, arrastrado por la corriente, y Margarita
permanecía descalza y silenciosa; los zapatitos rojos flotaban en pos de la
barca, sin poder alcanzarla, pues ésta navegaba a mayor velocidad.
Las dos orillas eran muy hermosas, con lindas flores,
viejos árboles y laderas en las que pacían ovejas y vacas; pero no se veía ni un
ser humano.
«Acaso el río me conduzca hasta Carlitos», pensó
Margarita, y aquella idea le devolvió la alegría. Se puso en pie y estuvo muchas
horas contemplando la hermosa ribera verde, hasta que llegó frente a un gran
jardín plantado de cerezos, en el que se alzaba una casita con extrañas ventanas
de color rojo y azul. Por lo demás, tenía el tejado de paja, y fuera había dos
soldados de madera, con el fusil al hombro.
Margarita los llamó, creyendo que eran de verdad; pero
como es natural, no respondieron; se acercó mucho a ellos, pues el río impelía
el bote hacia la orilla.
La niña volvió a llamar más fuerte, y entonces salió de
la casa una mujer muy vieja, muy vieja, que se apoyaba en una muletilla;
llevaba, para protegerse del sol, un gran sombrero pintado de bellísimas flores.
-¡Pobre pequeña! -dijo la vieja-. ¿Cómo viniste a parar
a este río caudaloso y rápido que te ha arrastrado tan lejos?
Y, entrando en el agua, la mujer sujetó el bote con su
muletilla, tiró de él hacia tierra y ayudó a Margarita a desembarcar.
Se alegró la niña de volver a pisar tierra firme,
aunque la vieja no dejaba de inspirarle cierto temor.
-Ven y cuéntame quién eres y cómo has venido a parar
aquí -dijo la mujer.
Margarita se lo explicó todo, mientras la mujer no
cesaba de menear la cabeza diciendo: «¡Hm, hm!». Y cuando la niña hubo terminado
y preguntado a la vieja si por casualidad había visto a Carlitos, respondió ésta
que no había pasado por allí, pero que seguramente vendría. No debía afligirse y
sí, en cambio, probar las cerezas, y contemplar sus flores, que eran más
hermosas que todos los libros de estampas, y además cada una sabía un cuento.
Tomó a Margarita de la mano y entró con ella en la casa, cerrando la puerta tras
de sí.
Las ventanas eran muy altas, y los cristales, de
colores: rojo, azul y amarillo, por lo que la luz del día resultaba muy extraña.
Sobre la mesa había un plato de exquisitas cerezas, y Margarita comió todas las
que le vinieron en gana, con permiso de la dueña. Mientras comía, la vieja la
peinaba con un peine de oro, y el pelo se le iba ensortijando y formando un
precioso marco dorado para su carita cariñosa, redonda y rosada.
-¡Siempre he suspirado por tener una niña bonita como
tú -dijo la vieja-. ¡Ya verás qué bien lo pasamos las dos juntas!
Y mientras seguía peinando el cabello de Margarita,
ésta iba olvidándose de su amiguito Carlos, pues la vieja poseía el arte de
hechicería, aunque no fuera una bruja perversa. Practicaba su don sólo para
satisfacer algún antojo, y le habría gustado quedarse con Margarita. Por eso
salió a la rosaleda y, extendiendo la muletilla hacia todos los rosales,
magníficamente floridos, hizo que todos desaparecieran bajo la negra tierra, sin
dejar señal ni rastro. Temía la mujer que Margarita, al ver las rosas, se
acordase de las suyas y de Carlitos, y escapase.
Entonces condujo a la niña al jardín. ¡Dios santo! ¡Qué
fragancia y esplendor! Crecían allí todas las flores imaginables; las propias de
todas las estaciones aparecían abiertas y magníficas; ningún libro de estampas
podía comparársele. Margarita se puso a saltar de alegría y estuvo jugando hasta
que el sol se ocultó tras los altos cerezos. Entonces fue conducida a una bonita
cama, con almohada de seda roja llena de pétalos de violetas, y se durmió y soñó
cosas como sólo las sueña una reina el día de su boda.
Al día siguiente volvió a jugar al sol con las flores,
y de este modo transcurrieron muchos días. Margarita conocía todas las flores, y
a pesar de las muchas que había, le parecía que faltaba una, sin poder precisar
cuál. En una ocasión en que estaba sentada contemplando el sombrero de la vieja,
que tenía pintadas tantas flores, vio también la más bella de todas: la rosa. La
vieja se había olvidado de borrarla del sombrero cuando hizo desaparecer las
restantes bajo tierra. Pero, ya se sabe, uno no puede estar en todo.
-Ahora que caigo en ello -exclamó Margarita-, ¿no hay
rosas aquí?
Y se puso a recorrer los arriates, busca que busca,
pero no había ninguna. Entonces se sentó en el suelo y rompió a llorar; sus
lágrimas ardientes caían sobre un lugar donde se había hundido uno de los
rosales, y cuando humedecieron el suelo, brotó de pronto el rosal, tan florido
como en el momento de desaparecer, y Margarita lo abrazó, y besó sus rosas, y le
volvieron a la memoria las preciosas de su casa y, con ellas, Carlitos.
-¡Ay, cómo me he entretenido! -exclamó la niña-. Yo iba
en busca de Carlos. ¿No saben dónde está? -preguntó a las rosas-. ¿Creen que
está vivo o que está muerto?
-Muerto no está -respondieron las rosas-. Nosotras
hemos estado debajo de la tierra, donde moran todos los muertos, pero Carlos no
estaba.
-Gracias -dijo Margarita, y, dirigiéndose a las otras
flores, miró sus cálices y les preguntó-: ¿Saben por ventura dónde está Carlos?
Pero todas las flores tomaban el sol, ensimismadas en
sus propias historias. Margarita oyó muchísimas, pero ninguna decía nada de
Carlos.
¿Qué decía, pues, la azucena de fuego?
-Oye el tambor: «¡Bum, bum!». Son sólo dos notas,
siempre «¡bum! ¡bum!». Escucha el plañido de las mujeres. Escucha la llamada de
los sacerdotes. Envuelta en su largo manto rojo, la mujer está sobre la pira;
las llamas la rodean, así como a su esposo muerto. Pero la mujer hindú piensa en
el hombre vivo que está entre la multitud: en él, cuyos ojos son más ardientes
que las llamas; en él, el ardor de cuyos ojos agita su corazón más que el fuego,
que pronto reducirá su cuerpo a cenizas. ¿Puede la llama del corazón perecer en
la llama de la hoguera?
-No comprendo una palabra de lo que dices -exclamó
Margarita.
-Pues éste es mi cuento -replicó la azucena.
¿Qué dijo la campanilla?
-Más arriba del sendero de montaña se alza un antiguo
castillo. La espesa siempreviva crece en torno de los vetustos muros rojos, hoja
contra hoja, rodeando la terraza. Allí mora una hermosa doncella que,
inclinándose sobre la balaustrada, mira constantemente al camino. No hay en el
rosal una rosa más fresca que ella; ninguna flor de manzano arrancada por el
viento flota más ligera que ella; el crujido de su ropaje de seda dice: «¿No
viene aún?».
-¿Te refieres a Carlos? -preguntó Margarita.
-Yo hablo tan sólo de mi leyenda, de mi sueño
-respondió la campanilla.
¿Qué dice el rompenieves?
-Entre unos árboles hay una larga tabla, colgada de
unas cuerdas; es un columpio. Dos lindas chiquillas -sus vestidos son blancos
como la nieve, y en sus sombreros flotan largas cintas de seda verde- se
balancean sentadas en él. Su hermano, que es mayor, está también en el columpio,
de pie, rodeando la cuerda con un brazo para sostenerse, pues tiene en una mano
una escudilla, y en la otra, una paja, y está soplando pompas de jabón. El
columpio no para, y las pompas vuelan, con bellas irisaciones; la última está
aún adherida al canutillo y se tuerce al impulso del viento, pues el columpio
sigue oscilando. Un perrito negro, ligero como las pompas de jabón, se levanta
sobre las patas traseras; también él quería subir al columpio. Pasa volando el
columpio, y el perro cae, ladrando furioso, y las pompas estallan. Un columpio,
una esferita de espuma que revienta; ¡ésta es mi canción!
-Acaso sea bonito eso que cuentas, pero lo dices de
modo tan triste, y además no hablas de Carlitos.
¿Qué decían los jacintos?
-Éranse tres bellas hermanas, exquisitas y
transparentes. El vestido de una era rojo; el de la segunda, azul, y el de la
tercera, blanco. Cogidas de la mano bailaban al borde del lago tranquilo, a la
suave luz de la luna. No eran elfos, sino seres humanos. El aire estaba
impregnado de dulce fragancia, y las doncellas desaparecieron en el bosque. La
fragancia se hizo más intensa; tres féretros, que contenían a las hermosas
muchachas, salieron de la espesura de la selva, flotando por encima del lago,
rodeados de luciérnagas, que los acompañaban volando e iluminándolos con sus
lucecitas tenues. ¿Duermen acaso las doncellas danzarinas, o están muertas? El
perfume de las flores dice que han muerto; la campana vespertina llama al oficio
de difuntos.
-¡Qué tristeza me causas! -dijo Margarita-. ¡Tu perfume
es tan intenso! No puedo dejar de pensar en las doncellas muertas. ¡Ay!, ¿estará
muerto Carlitos? Las rosas estuvieron debajo de la tierra y dijeron que no.
-¡Cling, clang! -sonaban los cálices de los jacintos-.
No doblamos por Carlitos, no lo conocemos. Cantamos nuestra propia pena, la
única que conocemos.
Y Margarita pasó al botón de oro, que asomaba por entre
las verdes y brillantes hojas.
-¡Cómo brillas, solecito! -le dijo-. ¿Sabes dónde
podría encontrar a mi campanero de juegos?
El botón de oro despedía un hermosísimo brillo y miraba
a Margarita. ¿Qué canción sabría cantar? Tampoco se refería a Carlos. No sabía
qué decir.
-El primer día de primavera, el sol del buen Dios lucía
en una pequeña alquería, prodigando su benéfico calor; sus rayos se deslizaban
por las blancas paredes de la casa vecina, junto a las cuales crecían las
primeras flores amarillas, semejantes a ascuas de oro al contacto de los cálidos
rayos. La anciana abuela estaba fuera, sentada en su silla; la nieta, una linda
muchacha que servía en la ciudad, acababa de llegar para una breve visita y besó
a su abuela. Había oro, oro puro del corazón en su beso. Oro en la boca, oro en
el alma, oro en aquella hora matinal. Ahí tienes mi cuento -concluyó el botón de
oro.
-¡Mi pobre, mi anciana abuelita! -suspiró Margarita-.
Sin duda me echa de menos y está triste pensando en mí, como lo estaba pensando
en Carlos. Pero volveré pronto a casa y lo llevaré conmigo. De nada sirve que
pregunte a las flores, las cuales saben sólo de sus propias penas. No me dirán
nada.
Y se arregazó el vestidito para poder andar más
rápidamente; pero el lirio de Pascua le golpeó en la pierna al saltar por encima
de él. Se detuvo la niña y, considerando la alta flor amarilla, le preguntó:
- ¿Acaso tú sabes algo? -y se agachó sobre la flor.
¿Qué le dijo ésta?
-Me veo a mí misma, me veo a mí misma. ¡Oh, cómo huelo!
Arriba, en la pequeña buhardilla, está, medio desnuda, una pequeña bailarina,
que ora se sostiene sobre una pierna, ora sobre las dos, recorre con sus pies
todo el mundo, pero es sólo una ilusión. Vierte agua de la tetera sobre un
pedazo de tela que sostiene: es su corpiño, ¡la limpieza es una gran cosa! El
blanco vestido cuelga de un gancho; fue también lavado en la tetera y secado en
el tejado. Se lo pone, se pone alrededor del cuello el chal azafranado, y así
resalta más el blanco del vestido. ¡Arriba la pierna! ¡Mira qué alardes hace
sobre un tallo! ¡Me veo a mí misma, me veo a mí misma! ¡Oh esto es magnífico!
-¡Y qué me importa eso a mí! -dijo Margarita-. ¿A qué
viene esa historia?
Y echó a correr hacia el extremo del jardín.
La puerta estaba cerrada, pero ella forcejeó con el
herrumbroso cerrojo hasta descorrerlo; se abrió por fin, y la niña se lanzó al
vasto mundo con los pies descalzos. Por tres veces se volvió a mirar, pero nadie
la perseguía. Al fin, fatigadísima, se sentó sobre una gran piedra, y al dirigir
la mirada a su alrededor se dio cuenta de que el verano había pasado y de que
estaba ya muy avanzado el otoño, cosa que no había podido observar en el hermoso
jardín, donde siempre brillaba el sol, y las flores crecían en todas las
estaciones.
-¡Dios mío, cómo me he retrasado! -dijo Margarita-.
¡Estamos ya en otoño; tengo que darme prisa!
Y se puso en pie para reemprender su camino.
Pobres piececitos suyos, ¡qué heridos y cansados! A su
alrededor todo parecía frío y desierto; las largas hojas de los sauces estaban
amarillas, y el rocío se desprendía en grandes gotas. Caían las hojas unas tras
otras; sólo el endrino tenía aún fruto, pero era áspero y contraía la boca. ¡Ay,
qué gris y difícil parecía todo en el vasto mundo!
(continuará)
1 comentario:
Hola que tal! espero puedas leer este comentario Manuel.
Escuchando tu programa (porque lo escucho a diario) me encontré que hablarían esta semana de Frozen y veo que les agradó la película a mi también me agrado la historia sin embargo siento que merece la pena ver algunos detalles que no me parecen del todo buenos ni para adultos menos para los niños y más si van a analizar la estructura símbolica de esta historia que adapta Disney.
El hecho está en que Disney es conocido por adaptar las historias un cuanto a su conveniencia y es aquí donde me brinca un poco el hecho de que por debajo del agua existan mitos urbanos de que Disney mete fuertes cargas psicológicas a sus películas (por lo general temas de amor y sexualidad) de una manera muy sutil, en este caso en la película de Frozen existe una de ellas que quizás se les esta escapando, y me gustaría mucho que lo analizaran a detalle y es en la escena donde se encuentra Olaf casi al final de la película en la chimenea a lado de Ana consolandola mientras ella agoniza casi congelada, y ella le pregunta "que es el amor?" y Olaf le contesta "Amor es, Pensar en la felicidad del otro en vez de la tuya"
Creo que no falta decir más y pues se los dejo a su tela de juicio cabe mencionar que la frase Olaf la dice muy rápido y quizás no sea muy perceptible al principio ahora los niños la ven casi diario como enajenados ( yo tengo una niña) y se nota que este mensaje si es directo y pues puede mal direccionar el sentido de lo que se considera amor (amor sano).
Espero que analicen este detalle y muchas felicidades por el programa.
Publicar un comentario