lunes, 10 de diciembre de 2018

La morenización del país/la uniformidad del poder hegemónico: "no hay más ruta que la nuestra"

Nuestras instituciones
-Jesús Silva-Herzog Márquez
Muy generoso fue el Presidente con su antecesor. Destrozó en su discurso todas y cada una de sus políticas, pero le agradeció su comportamiento durante el proceso electoral. Ni una palabra al órgano que organizó ejemplarmente la elección. Ni una mención al instituto que dio cauce a la competencia y contó los votos que le dieron la victoria. El silencio es significativo. Andrés Manuel López Obrador mantiene viva su desconfianza del orden institucional. Aun teniendo mayoría en el Congreso, busca respaldos y legitimaciones por fuera de la legislatura. Está convencido de que la democracia está en otro lado y que las instituciones necesitan refundarse si es que quieren ser confiables. 
Lo que le incomoda, en realidad, es la disonancia del pluralismo. Para él, la democracia no es un régimen de separaciones, sino la afirmación de la única voz legítima. Existiendo una voluntad auténtica del pueblo, todo lo que se aparte de ella, toda duda, toda sospecha, todo freno es un obstáculo maligno. Su ilusión es que los órganos del Estado se alineen con el gobierno mayoritario. Los procedimientos son, para él, frivolidades, los derechos coartadas de quienes pretenden defender privilegios. Esos son los reflejos del político que ocupa la Presidencia. La victoria no ha transformado sus convicciones profundas. Si los jueces detienen una decisión, es porque son incapaces de entender el cambio que vivimos en julio. 
Desde la perspectiva épica, las instituciones no pueden ser nunca plataformas de la neutralidad, jamás un patrimonio común. No deben siquiera aspirar a serlo. Si ellos tuvieron sus instituciones, ahora serán nuestras. Si antes sirvieron al neoliberalismo, ahora serán instrumentos de la Cuarta Transformación. Si fueron instrumento de ataque en contra nuestra, ahora estarán puestas a nuestro servicio. 
En la ocupación morenista de las instituciones no se advierte, si quiera, la intención de guardar las apariencias. Debe ser, para ellos, consecuencia natural de haber conquistado la mayoría. Puede ser, tal vez, su entendimiento del "mandato": los electores quisieron que lo cambiáramos todo, que barriéramos con todos, que refundáramos todo. Es la lógica de la aplanadora: si tenemos los votos, pasaremos por encima de quien nos venga en gana. El mensaje es claro: no se pretende afirmar a la judicatura como asiento de una imparcialidad deseable sino como respaldo del poder. Así lo muestra la terna que el Presidente ha enviado al Senado para cubrir la vacante en la Suprema Corte de Justicia. Las elegidas por el Presidente serían impresentables en cualquier país democrático. En cualquier lado se reconocería, por supuesto, su trayectoria académica y profesional, pero su activa militancia en un partido político, su participación reciente en contiendas electorales, su cercanía con el jefe de gobierno las invalidaría definitivamente para ocupar un asiento en el último tribunal de la república. Es a todas luces aberrante brincar de una actividad que llama a la parcialidad vehemente a las tareas de la justicia constitucional. 
La denuncia de esta ocupación no es, en modo alguno, nostalgia de lo que tuvimos y que estaríamos a punto de perder. Los gobiernos recientes se encargaron de pervertir estos espacios de neutralidad. En los últimos años fuimos testigos de la captura de los órganos regulatorios, la partidización de instituciones que debían estar por encima de las parcialidades, la distribución por cuotas de los asientos de arbitraje. Pero eran, con todo, posiciones sujetas a negociación. El deseo de uno tenía que vencer el veto del otro. El gobierno no contaba con los votos necesarios para imponer, por sí solo su voluntad. Había que cruzar el puente para lograr los votos del consenso. Eso es lo que ha cambiado. La voluntad de los afines basta. Con ello han desaparecido los recatos. El presidente López Obrador se atreve a lo que ninguno de sus antecesores: proponer a militantes activos de su partido para ocupar el sitio que exigiría la suprema imparcialidad. Ningún Presidente, desde la reforma del 95, se había atrevido a tal cosa. Controlando dos poderes del Estado, el nuevo gobierno busca el control directo del tercero para eliminar de ese modo, uno de los pocos espacios institucionales de independencia.

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