Este señor se compone sólo de letras. De muchísimas letras, se entiende,
de un número astronómico de letras, pero al fin y al cabo sólo de
letras.
Aquí está su amiga. Es, como se ve, de carne y hueso. ¡Y de qué carne! Da gusto verla, ¡y no digamos tocarla!
Los
dos van ahora juntos a la feria. En la góndola y la noria todo va bien
todavía. Pero luego llegan a una caseta de tiro al blanco; un tiro al
blanco un poco extraño, esa es la verdad.
¡Pruébate a ti mismo!, puede leerse en grandes letras en la parte de arriba. Y más abajo figuran las reglas. Sólo son tres:
1. Cada tiro es un blanco garantizado.
2. Por cada blanco, un tiro gratis.
3. El primer tiro es gratuito.
El
señor que rodea con el brazo la cintura de su amiga estudia atentamente
el letrero. Quiere seguir su camino rápidamente, pero ella insiste en
que haga uso de la ventajosa oferta. Quiere ver de lo que es capaz.
Pero el señor no quiere.
-¿Pero por qué no, cariño? ¿Qué tiene de malo?
Tiene
de malo que hay que disparar sobre un blanco bastante insólito: sobre
uno mismo, es decir, sobre la propia imagen reflejada en un espejo de
metal. Y el señor de letras no se siente en absoluto lo bastante real
para distinguir de una manera tan arriesgada entre sí y su imagen
reflejada.
-¡O disparas -dice la amiga, por fin, furiosa-, o te dejo!
Él sacude la cabeza. Entonces ella se va con otro, un carnicero que entiende de carnes y huesos.
El
señor se queda solo y la sigue con la mirada. Cuando desaparece de su
vista en el gentío, él se deshace lentamente en un pequeño montón de
diminutas minúsculas y mayúsculas que la multitud pisotea al pasar.
La verdad es que para eso podría haber disparado, ¿verdad?
-Cuento, entre otros, en
El espejo en el espejo, un laberinto, de Michael Ende, Ediciones Alfaguara
(traducción de Anton y Genoveva Dieterich)
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