Regreso a la advertencia del historiador Timothy Snyder: no hay que
confiar en que las instituciones se cuidan a sí mismas. Sus peores
enemigos pueden ser sus titulares. Complacientes o ineptos pueden, desde
dentro, destruir la institución que tienen encomendada. Nadie ha hecho
tanto daño a la Auditoría Superior de la Federación como quien todavía
es, en este momento, su titular. El auditor ha causado un daño
gigantesco y tal vez irreparable a este órgano clave de la rendición de
cuentas. En unas cuantas horas la Auditoría destruyó el prestigio que
había cultivado durante años de trabajo serio e independiente. De un
golpe ha demolido las dos columnas que la sostienen en el concierto
constitucional: solvencia técnica y autonomía. El daño es enorme. A
partir de ahora será difícil leer sus reportes como documentos
confiables que provienen de un análisis técnico y riguroso del gasto
público. Manchados por la politiquería de dentro y de fuera, han perdido
contundencia como dictámenes fundados en una firme imparcialidad.
Dice
el presidente López Obrador que la Auditoría ha quedado en ridículo y
tiene razón. No es, sin embargo, algo que deba celebrarse. El fiasco del
reporte no significa aprobación de la gestión lopezobradorista. Aún
borrando el cálculo controversial, las observaciones del órgano
fiscalizador muestran el predominio de la opacidad y el capricho en la
definición de las prioridades del gobierno y en el uso de los recursos
públicos. ¿Se retractará también el auditor sobre estas lacras
administrativas que se retratan a lo largo de su reporte? Contrataciones
opacas, programas mal diseñados, obras que empiezan a construirse sin
contar con los permisos indispensables, proyectos que se echan a andar
sin los estudios técnicos que los justifiquen. Si analizamos tan solo
dos de los proyectos predilectos, veremos problemas gravísimos. La
refinería de Dos Bocas se empezó a construir sin tener los permisos
ambientales y sin tomar en cuenta el riesgo de inundación y de erosión
del terreno. Aún seguimos sin saber si el aeropuerto de Santa Lucía, ése
que se anuncia como "el mejor del mundo", será viable.
Lo que
hemos perdido con el fiasco del auditor es confianza en la radiografía
de la actuación gubernamental. El mejor instrumento para analizar las
decisiones y el gasto ha quedado en entredicho. No debemos desviarnos
del asunto. El Presidente quisiera que habláramos de sus insultos y de
las personas a las que agrede desde Palacio Nacional. Ese no es el tema
relevante y no debemos morder el anzuelo que nos lanza cotidianamente
con sus pedestres descalificaciones y absurdos paralelos históricos. El
ilusionista engaña por distracción. Truena los dedos de una mano para
esconder la carta con la otra. Lo que importa es examinar el ejercicio
del poder público, no el circo de sus embestidas. Por eso debemos volver
a preguntarnos por el espacio de la racionalidad en las decisiones del
gobierno federal. ¿A dónde nos conduce esa antipatía por la técnica y
esa simplificación maniquea del debate público? ¿Qué consecuencias ha
tenido la purga de los servidores públicos, el desprecio de la
experiencia y la preparación? ¿Qué proceso de reflexión hubo en el seno
de la administración para ponderar el mérito y el costo de las
propuestas del candidato? ¿Se recabaron los estudios técnicos que eran
indispensables para llevarlos a cabo? ¿Se cumple la ley? ¿Se analizaron
objetivamente las alternativas disponibles? ¿No se esconde un gigantesco
dispendio en esa inclemente política de austeridad que se subordina a
los antojos de la Presidencia?
La soberbia moral del gobierno
quiere hacernos pensar que el mero planteamiento de las preguntas es una
blasfemia. ¡No somos iguales!, repite indignado el Presidente, como si
su gestión pudiera levantarse por encima de cualquier sospecha y la
nación tuviera el deber patriótico de aplaudirlo. Aunque le pese al
vanidoso, esa sospecha es deber profesional de unos y misión
institucional de otros. ¿No son iguales? Será el tiempo el que dirá si
fueron de veras distintos, si fueron mejores o fueron peores. Por lo
pronto, algo podemos saber ya: el aura de un predicador no termina con
la corrupción. Y también sabemos que no es ése el único mal de la
gestión gubernamental. La ineptitud puede ser tan nociva al interés
público como la pillería.
lunes, 1 de marzo de 2021
Tretas del ilusionista - J. Silva-Herzog
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