A un año
-Jesús Silva-Herzog Márquez, 2 dic 2019, REF
El Presidente vuelve a encontrar fecha para celebrarse. Sin recato
alguno, el gobierno federal se entrega al alto propósito de enaltecer al
caudillo. Secretarios y directores convocan a sus subordinados al
homenaje que el Presidente se tributa a sí mismo. Por supuesto, cuando
el Presidente se festeja, en realidad celebra a los héroes cuyas
lecciones han desembocado en su anatomía y al pueblo que, en su
sabiduría infinita, lo sigue. El caudillo es desinteresado y generoso.
No es siquiera dueño ya de sí mismo porque desde hace un año se entregó
como regalo a México.
La fiesta recuerda que apenas ha
transcurrido un año de su Presidencia. Uno diría que ha pasado una
década porque no es fácil encontrar una intensidad como la de estos
meses. Hay, sin duda, un afán de rehacerlo todo y de empezar,
decididamente, por deshacerlo casi todo. Es claro lo que se derruye y
muy confuso lo que se edifica. Si atendemos a los tablones de
objetividad, el año ha sido malo. Malo para la seguridad y malo para la
economía. Hay mayor violencia, más muerte, más miedo. El estancamiento
económico es inocultable. Y frente a la contundencia de los reveses, la
reacción presidencial ha sido la cerrazón y la soberbia. Él tiene
información más valiosa que la que ofrecen las mediciones técnicas; él
confía en su estrategia, aunque todo indique que urge una revisión
profunda.
En un año se han provocado daños serios en los
equilibrios democráticos y en el profesionalismo de la administración.
No es exagerado decir que hemos perdido contrapesos y que tenemos una
administración de peor calidad. Los electores conformaron, es cierto,
una Presidencia fuerte. Pero la desaparición de las oposiciones, el
empeño por destruir las autonomías y el desprecio de toda capacidad
técnica nos hace enormemente vulnerables al capricho y la arbitrariedad.
Estos meses han sido catastróficos para los precarios equilibrios que
se habían ido construyendo. Los órganos autónomos, definidos desde el
primer momento como enemigos del pueblo auténtico, han sido
estrangulados presupuestalmente, hostigados a diario en las soflamas
presidenciales y capturados con nombramientos indignos, cuando no
abiertamente ilegales. No idealizo a esas cápsulas institucionales. Su
captura fue frecuente, sus excesos ostensibles. Era ocasión para
refundar su independencia y procurar su dignificación. Lo que se ha
hecho es todo lo contrario: someterlos y vejarlos. Subordinar todo
principio administrativo a la política militante.
Pero la
denuncia debe estar acompañada con una reflexión sobre el sentido de
este año. La política de López Obrador tiene raíz y tiene causa. Es
reflejo del brutal desprestigio de la alternancia y encarna una
innegable contemporaneidad. Aunque su horizonte sea nostálgico, hay en
su comunicación y en sus reflejos, en su fe y en sus recelos, mucho
presente. López Obrador es por eso un dirigente con el reloj a tiempo.
No lo celebro porque no me agrada el mundo de Donald Trump, ni el de
Viktor Orbán, ni el del Brexit. Y a ese mundo, a ese tiempo pertenece el
presidente López Obrador: a la retórica de la enemistad de Trump, a la
política antiliberal del Primer Ministro húngaro y a la demagogia de los
brexiteros.
La política de López Obrador empata con el
desprestigio de los técnicos y la profusión de la mentira, con el fin
del sueño global y la melancolía de las identidades. Sintoniza, sin
duda, con el nuevo imperio emocional. Hay algo que, ante todo, me parece
que debe reconocerse. López Obrador ha puesto en práctica, con enorme
habilidad, una política de reconocimiento. Tomo esa expresión que el
filósofo Charles Taylor empleó para hablar del multiculturalismo. Me
parece pertinente para señalar la seducción del llamado
lopezobradorista. La política es también eso: el derecho a ser visto. Es
ahí donde la intervención de López Obrador resulta más poderosa y más
profunda. Ve lo que muchos decidieron ignorar. No puede entenderse el
imán de su liderazgo sin registrar la hondura del orden oligárquico que
hizo de la mayoría algo invisible o despreciable. A eso se enfrenta
simbólicamente López Obrador. Si en algo se ha empeñado durante este
primer año de gobierno es precisamente en eso: reconocer al país negado.
La
austeridad será social y económicamente ruinosa. Pero la escenificación
de la proximidad es el elemento crucial de su política. La política de
reconocimiento carece de estrategia más allá de lo simbólico y no tiene
más enviado que el Presidente. Si en gesto queda la política, ahí se
cultivará también el desencanto.
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