La cucaracha
-Jesús Silva-Herzog Márquez, 14 oct 2019
Cuando Jim Sams despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en una criatura gigantesca. Así comienza la nueva novela -más bien un cuento largo-, de Ian McEwan. La historia de Kafka, puesta de cabeza. Es la cucaracha la que se convierte en ser humano. El hombre al despertarse, ve con horror sus patas distantes y tubulares. Sus ojos simples le presentan un panorama borroso y, al mismo tiempo, insoportablemente chillante. Su carne, repugnantemente visible por fuera de su esqueleto. Y con asco se percata de esa carne resbalosa que pasea dentro de la boca. Sams no despertó en el cuerpo cualquier humano. La cucaracha descubre esa misma mañana que ocupa el cuerpo del primer ministro británico. Pero pronto encuentra un consuelo: su pelo de jengibre tiene el mismo color que tenía su vieja cáscara.
Ese es el comienzo del relato de exactamente 100 páginas que trata de retratar el absurdo de la política del día. El relato es precedido de una advertencia: "Este cuento es una obra de ficción. Los nombres y los personajes son producto de la imaginación del autor. Cualquier parecido a cucarachas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia". En una interesante conversación en el pódcast de David Runciman, el McEwan confesaba que no encontraba el modo de abordar el delirio colectivo de Brexit. No hay ficción, no hay sátira que pudiera hacerle justicia a esa locura. De pronto, McEwan se descubrió reescribiendo las primeras líneas de la Metamorfosis y se dijo: "me pondré a jugar con esto". De ese juego, salió el librito de la cucaracha.
A decir verdad, el alma y la fisiología del insecto muy pronto dejan de ser relevantes en el relato. Esta parodia de la política británica contemporánea debe más a Jonathan Swift que a Kafka, porque el centro de la ficción es el absurdo de la política moderna y, en particular, los espacios que se le abren al autoengaño colectivo. El caso que obsesiona al novelista inglés es, por supuesto, el retiro británico de Europa. Para abordarlo, McEwan fantasea con un paralelo. Habla así del "reversalismo". Una doctrina económica que no tiene pies ni cabeza pero que, de pronto, se convierte en política invencible. En un momento de confusión, los demagogos la han presentado como la ruta a la prosperidad, como la única manera de recuperar la soberanía perdida. El reversalismo, que McEwan desarrolla en párrafos hilarantes, consistiría precisamente en revertir el flujo económico tradicional. A los compradores hay que pagarles por llevarse comida de la tienda y han de ser los trabajadores quienes den dinero a los patrones. Cambiar el sentido del intercambio económico alentaría la producción y traería infinitos beneficios.
El novelista inventa prestigio intelectual a esta oscura doctrina. Habla de alusiones en tratados iconoclastas que Adam Smith ignoró arrogantemente. Describe la adopción del disparate por parte de círculos de ultraderecha que encuentran ahí la promesa de un cambio radical. Finalmente, un partido, el Partido Reversalista proyecta esa economía alternativa con un mensaje apasionadamente antielitista. Y así, sin que nadie realmente entienda nada, un disparate se convierte en doctrina, una doctrina se convierte en política y una política se convierte en dogma.
Hacia el final del cuento, la cucaracha tiene un encuentro con la canciller alemana. ¿Por qué?, le pregunta. ¿Por qué estás rompiendo a tu país? ¿Por qué le haces daño? El primer ministro responde en silencio: porque eso es lo que estamos haciendo, porque en eso creemos, porque eso dijimos que haríamos, porque eso es lo que la gente dijo que quiere, porque he venido al rescate. Porque sí. Esa era la única respuesta, subraya el novelista. Porque sí.
Ian McEwan no describe en esta fábula la pérdida del centro ideológico sino la pérdida de la razonabilidad. La política se ha convertido en el hermetismo del sinsentido. La cucaracha sabe que la política que defiende será desastrosa. Pero se aferra a ella porque es la única manera de sobrevivir. La obstinación en el absurdo. Hace un par de días en El País el politólogo español Fernando Vallespín describía nuestro tiempo como una época de posliderazgo. "Los líderes ya no guían, sino que se dejan llevar por las emociones que ellos mismos desatan y que luego son incapaces de administrar".
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