lunes, 10 de enero de 2022

Trumpig -como AMLO- chilla: "¡fraude!"

 Normalizar lo aberrante

-Jesús Silva-Herzog Márquez, 10 de enero 2022

El aniversario del asalto al capitolio ha estimulado una discusión intensa en los Estados Unidos sobre la condición de su democracia. La crisis que exhibió esa violenta irrupción de la ultraderecha azuzada por el presidente Trump está lejos de haber sido superada. Queda la sensación de que el asalto fue un ensayo, una advertencia de lo que podría volver a suceder. Una parte de la sociedad política no acepta el resultado del proceso institucional y trata de imponer su voluntad a través de la fuerza.

Mucho se comenta en estos días un libro de una politóloga de la Universidad de California que sugiere que la polarización en Estados Unidos puede conducir, ni más ni menos, que a una guerra civil. Barbara F. Walter trabajó en la CIA analizando la inestabilidad política en el mundo, identificando las causas de la violencia en todos los rincones del mundo. Con esa experiencia concluye que en Estados Unidos se presentan las condiciones para un estallido. No sería la repetición, por supuesto, de la primera guerra civil, sino un periodo de inestabilidad y de violencia. Si dejamos la fantasía de nuestra excepción, dice Walter, hay que reconocer que Estados Unidos se ubica en zona de riesgo. La polarización se agudiza, los extremismos se fortalecen, las instituciones son desacreditadas activamente por una de las dos mitades del país. En ese suelo, la violencia puede ser vista como el último recurso para salvar a la patria. Y los norteamericanos no solamente tienen muchas armas, sino que, al parecer, empiezan a tener la disposición de usarlas políticamente. Una encuesta reciente del Washington Post advierte que uno de cada tres norteamericanos considera que la violencia contra el gobierno de su país puede ser justificada. A finales del siglo pasado el 90% rechazaba la violencia, hoy es solamente el 62%. Cuando el extremismo se impone, cuando se desconoce la plataforma de las instituciones comunes, cuando se dibuja al otro como una amenaza a la sobrevivencia nacional, la fuerza, tarde o temprano, se impone. 

A un año de distancia, lo más grave del asalto al capitolio es que no se considere tan grave. Que la mentira que alimentó la insurrección siga tan viva como entonces. Que el presidente que fue sometido dos veces a juicio de destitución, que mintió cotidianamente con todo cinisimo y que fue incapaz de reconocer su derrota, sigue siendo el dueño del Partido Republicano y puede ser, nuevamente, candidato y presidente. Ante el golpe, la mitad de la estructura política de los Estados Unidos fue espectadora pasiva y, en alguna medida, cómplice del asalto. El ataque al corazón de la vida republicana no encontró el repudio unánime que merecía. Hace unos días quedó constancia de ello. El presidente Biden marcó el aniversario del asalto con un discurso vehemente por la democracia, pero ningún dirigente republicano asistió al evento. El expresidente Trump insistió en que le habían robado la elección. 

Lo más grave es lo que no sucedió después del 6 de enero. Lo sugiere Masha Gessen en su participación en un pódcast del New York Times. Es cierto: los asaltantes fueron expulsados del recinto legislativo en corto tiempo, la sesión del Congreso se reanudó y la victoria de Biden fue reconocida institucionalmente. Los asaltantes no se salieron con la suya. Pero los republicanos pasaron página de inmediato y se entregaron de nuevo al déspota que solo reconoce como legítima la elección que gana. Los legisladores republicanos que padecieron la amenaza y que, en su momento, llegaron a condenar el asalto ofrecen hoy respaldar a Donald Trump en su intento reeleccionista. Estados Unidos no es solamente el país en donde puede suceder un 6 de enero sino el país en el que un asalto de ese tipo es aceptable. Y es posible porque no concitó el rechazo hermético de ambos partidos. Masha Gessen, quien se percató, desde muy temprano, del peligro que representaba el trumpismo se pregunta por el momento en que uno empieza a vivir bajo otro régimen. Desde el 6 de enero vivimos en otro mundo, dice Gessen, porque no reaccionamos como país al golpe que nos dieron. Vivimos en un país que ha trivializado lo aberrante. Un país donde las salidas violentas y autocráticas se han agregado al menú.

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