Cuántas veces la satisfacción que encontramos en lo nuestro se esfuma al saber que otro nos aventaja. El filósofo Epicteto decía que el peor enemigo de los prósperos es la envidia, pues consiste en la tristeza por los bienes que no nos pertenecen, que son siempre la gran mayoría. Lo más curioso de la envidia, en latín "mirar mal", es que afecta a quienes están cerca, a quienes se conocen, como una manera personal e íntima de odiarse. No envidiamos la fortuna que creemos fuera de nuestro alcance; no envidiamos al remoto millonario, sino al vecino de al lado que vive algo más lujosamente que nosotros o tiene un poco más de suerte. Por eso, el éxito más humilde puede despertar envidia y por eso esta pasión se vuelve fatal para cualquier forma de mérito o excelencia. Condena a quien la sufre y puede ser letal para el que la inspira. Se cobra dos víctimas y no tiene ningún beneficiario.
Un relato oriental narra el caso de un rey que nombró dos ministros de igual rango. Uno envidiaba con pasión al otro: sus aciertos, su pausado ascenso en la jerarquía de cargos, su prometedor futuro. El rey advirtió ese odio y quiso dar una lección al ministro celoso, demostrándole que no hay ningún perjuicio para uno mismo en la fortuna ajena porque la luna puede derramar su brillo al mismo tiempo sobre mil olas. Dijo: "Mi fiel servidor, te voy a recompensar. Pide lo que desees, pero debes saber que daré el doble a mi otro ministro". El envidioso, amargado en su felicidad por imaginar al otro más feliz, prefirió acarrearle una desgracia duplicada: "Señor, quiero que me dejéis tuerto".
-Irene Vallejo
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