Escondiéndose en Montaigne
Antonio Muñoz Molina 26 SEP 2015 - 20:54 CEST
Cuando arrecia la bronca pública y la
temperatura del delirio, entre nosotros siempre tan alta, va llegando al
punto de ebullición, mi instinto es el de esconderme y el de retirarme.
Uno se esconde como puede en la vida privada y se retira a un silencio
que está hecho en gran parte de las palabras luminosas y acogedoras de
unos cuantos libros, o más bien de las voces de quienes los escribieron,
preservadas en ellos desde hace siglos. “El mundo está demasiado encima de nosotros”, decía Saul Bellow.
El chantaje de la actualidad y el descrédito de todo lo que no sea
nuevo o inmediato lo acosan a uno más insidiosamente que nunca. Por eso,
y por supervivencia, por salud mental, cuando el estrépito es ya como
un martillo neumático taladrando la acera bajo la ventana, yo busco para
esconderme, de manera instintiva, las voces que más me acompañan y me
serenan, como hacía Josep Pla cuando pasaba un día entero de invierno en la cama leyendo a Montaigne, que tenía sobre él un efecto a la vez tónico y sedante.
Cuando vuelvo a Motaigne es raro que no vuelva también a Cervantes.
Hay un aire común, una música semejante de naturalidad en el estilo,
una observación cercana, meticulosa, escéptica, cordial. Cuando leo, en
el Quijote de 1615, los capítulos que suceden en la casa del
Caballero del Verde Gabán, me parece que estoy visitando una versión
manchega y por lo tanto más modesta del castillo del señor de Montaigne,
coronado por esa torre en la que él se retiraba a leer y a escribir, y
en la que también habría ese silencio laborioso del que habla con
admiración y probablemente con íntima envidia Cervantes, que casi nunca
disfrutaría de comodidades semejantes: “El maravilloso silencio que en
toda la casa había, que semejaba un convento de cartujos”. Don Diego de
Miranda, el Caballero del Verde Gabán, lleva una vida que habría
aprobado Montaigne: apartada en el sosiego de su casa y en la lectura
—tiene “hasta seis docenas de libros”—, pero también activa, de una
manera equilibrada, porque se ocupa de administrar su hacienda y se
distrae con la caza menor, y disfruta de recibir invitados y de
ofrecerles una comida “limpia, abundante y sabrosa”. Montaigne dice que la conversación es “el ejercicio más fructífero
y natural de nuestro espíritu”, “más dulce que ninguna otra acción de
nuestra vida”. Don Diego de Miranda, igual que sin duda lo era
Cervantes, es un excelente conversador, y hasta Don Quijote, cuando se
encuentra en su casa, habla con más conocimiento y lucidez que nunca, y
hay momentos en los que sus reflexiones sobre la invención literaria, y
sobre el uso noble y natural en ella de la propia lengua en lugar del
latín, nos hacen pensar en la prosa de Montaigne.
Que en la política española predomine el
monólogo mitinero y que todo diálogo sea un diálogo de sordos y un
guirigay de insultos quizás tenga que ver con la falta de la tradición
reflexiva y conversadora de Montaigne y Cervantes. En el siglo XVII hubo
tentativas de traducción al español de los Ensayos, pero se
quedaron en nada por la presión del integrismo religioso y político.
Montaigne sólo llegó a nuestro idioma a finales del XIX, cuando ya
llevaba varios siglos ejerciendo una influencia vivificadora en la
cultura francesa y también en la inglesa, irradiando su espíritu de
indagación y de irreverencia, su ejemplo de claridad expresiva. Una gran
parte del pensamiento racional y democrático y la escritura crítica
vienen de Montaigne, de manera semejante a como la tradición de la
novela viene de Cervantes. En los Ensayos, como en Don Quijote,
se examina la vida tal y como es, con plena conciencia de la dificultad
del conocimiento, y de las fantasías que inventa la imaginación, y de
la capacidad humana para ponerlas por encima de la realidad, y para
cometer estupideces y atrocidades en su nombre, y para obstinarse en no
ver lo que está delante de los ojos.
De la trastienda de uno mismo o la “arrière-boutique” en la que, según Montaigne, hay que saber esconderse a solas aprendió Virginia Woolf la idea de la habitación propia que una mujer necesita para escribir.
Entre Montaigne y Cervantes, yo busco el camino para retirarme sin
hosquedad ni misantropía y para estar presente con dignidad y con los
ojos abiertos, y a ser posible sin angustia.
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