EL
TESTIGO
En un establo que está casi a la
sombra de la nueva iglesia de piedra, un hombre de ojos grises y barba
gris, tendido entre el olor de los animales, humildemente busca la muerte
como quien busca el sueño. El día, fiel a vastas leyes secretas, va
desplazando y confundiendo las sombras en el pobre recinto; afuera están
las tierras aradas y un zanjón cegado por hojas muertas y algún rastro
de lobo en el barro negro donde empiezan los bosques. El hombre duerme y
sueña, olvidado. El toque de oración lo despierta. En los reinos de
Inglaterra el son de campanas ya es uno de los hábitos de la tarde, pero
el hombre, de niño, ha visto la cara de Woden, el horror divino y la
exultación, el torpe ídolo de madera recargado de monedas romanas y de
vestiduras pesadas, el sacrificio de caballos, perros y prisioneros. Antes
del alba morirá y con él morirán, y no volverán, las últimas
imágenes inmediatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más
pobre cuando este sajón haya muerto.
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