sábado, 29 de agosto de 2015

El charro: símbolo de identidad... porfirista

"En los treintas, se ensayan y calibran técnicas y maneras de industrializar un hallazgo: la manufactura de lo típico, la fabricación de lo hondamente tradicional. El cine propone un género, la comedia ranchera, que se inicia como reminiscencia de las bondades feudales (Allá en el Rancho Grande, 1936, de Fernando de Fuentes) y arrastra consigo una producción-para-consumo-general, oferta de temporada que se solidifica al coincidir con las primeras asignaciones culturales (Samuel Ramos) deseosas de infundirle al mexicano esencias fijas y nítidas. La canción ranchera es el gran golpe de una metafísica para las masas: allí está algo que sostiene reacciones y convulsiones ajenas al ámbito de la ciudad, o mejor, a cualquier ámbito concreto, ligadas a lo eterno, a la razón de ser profunda de la nacionalidad que se desdobla en la leyenda de la Fiesta y se transfigura entre copa y copa. 
¿Por qué "canción ranchera"? ¿Por la vestimenta de los mariachis, versión aduladora de los caporales de hacienda? ¿Por los alaridos de puro gusto y la compañía de cohetes y fuegos de artificio y el uso del guitarrón que denota (connota) Relajo en Grande? Quizá por eso, pero también porque el estruendo y la melodía implorante y la letra sacrificial bosquejan una actitud distante o adversaria de lo "urbano" y lo "contemporáneo".
En la concepción del charro, el gusto incierto de una burguesía aún nacionalista (por lo menos en lo verbal) conoce la cúspide de la elegancia, una elegancia que es también añoranza: allí está el charro, el descendiente pintoresco del hacendado, con sus símbolos externos de poder, en su caballo alazán, adelantando su traje bordado y opulento, sus maneras que acusan prácticas de mando. Y ese charro debe manar canciones que -a modo de trama operística- definan al personaje y a sus actos... "Abrir todo el pecho pa' echar este grito..."
El personaje está confeccionado de manera cabal. En el cine, devasta los mercados y fomenta un divertido y enloquecido prejuicio sobre el mexicano. Emiliano Zapata trabaja en Hollywood. La Revolución institucional ha hecho posible al Charro Cantor y a él le corresponde parodiar cualquier contenido político. La hacienda es el idilio y el campo una fábula interrumpida de vez en cuando por las bravatas del villano que codicia a la heroína. Como emblema despolitizador, Jorge Negrete no lo hace mal. El personaje adquiere voz grandilocuente, se agrega un bigote recortado y una sonrisa tan irresistible como las imitaciones de Clark Gable, cambia el vivac revolucionario por la serenata, se desentiende de cualquier contexto histórico y, así, un sujeto ya reaccionario por excelencia, el charro, ingresa al consumo evocativo. El cine mexicano rehace a una criatura porfirista, la engalana y le da en depósito las virtudes de la suprema virilidad:

Yo soy puro mexicano
y me he echado el compromiso con la
tierra en que nací
de ser macho entre los machos
y por eso muy ufano le canto a mi país."
(...)

-Carlos Monsiváis en "Amor perdido"

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