La Semana Santa
De los encierros a las vacaciones
En
el siglo XXI, la tradición prevaleciente de Semana Santa es el espíritu
vacacionista. Persiste el ánimo religioso, los templos se llenan de
fieles y los sermones se abaten sobre el espíritu contrito, el de los
que atisban el Vía Crucis y la Resurrección desde su certeza terrenal:
el consuelo de la fe compensa de la pena de no salir de la ciudad,
porque además, aquí vienen los beneficios complementarios, no hay
dinero, las carreteras son muy peligrosas, los hoteles están carísimos
aunque medio vacíos, un cocofizz cuesta lo que un Mercedes Benz
(exagero para menospreciar al automóvil), los mares y las albercas
están contaminados, en los pueblitos te encuentras a todos los que no
soportas en la ciudad, los hijos se niegan a acompañarte porque bostezan
nomás de la perspectiva de estar a tu merced, tú mismo te estremeces de
horror al imaginar los diálogos de tus suegros o de tus consuegros o de
tu nuera que se siente en culpa desde que no hizo la visita de las
Siete Casas por irse a contemplar el crepúsculo (eso alegó aunque tu
hijo la trató de puta). Lo anterior es frívolo y difama a los fieles,
pero no es necesariamente calumnioso desde el momento en que las
creencias recibieron su tiempo fijo. (Se es creyente pero a sus horas. )
Y salvo una minoría conspicua, esto es válido para todos.
La tradición de las vacaciones...
En el siglo XX los vacacionistas clásicos de México (y de su capital,
que pretende el monopolio de lo típico y lo clásico) se dividen en dos
grandes vertientes: la primera, la masificación iniciada en la década de
1940, se distingue por el culto de los bronceadores,
y localiza su primer centro ceremonial en las playas de Caleta y
Caletilla, en La Quebrada al lado de las miradas ansiosas que siguen al
clavadista, en el gusto por las aglomeraciones que embotella las playas y
le confisca a las olas su vocación tumultuosa. Y la otra vertiente, la
de la cacería del Paraíso Perdido, indaga en los sitios
desconocidos de la provincia y encuentra los escenarios idílicos donde
se come regiamente por casi nada, y en donde los paisajes aportan el
sentimiento devoto que se hubiese dado burocráticamente en las
ceremonias eclesiásticas (eso dicen). ¡Ah, Tepoztlán en 1950! ¡Ah,
Tlayacapan! ¡Ah, Chapala! (Medio siglo después, en esos u otros lugares
alguien recuerda que conoció alguna vez un nativo del lugar. Ahora, la
mayoría de los pobladores ya desciende de la etnia más poblada: la de
los turistas extranjeros. )
- Carlos Monsiváis en Apocalipstick, Random House Mondadori, 2009
1 comentario:
Mon... Sí, vais... Ya vais, OK. Pero despuesito: me estoy quemando... A Yuval Noah Harari (De animales a dioses) ~Breve historia de la humanidad ~ re-comendable Manuel, para re-suscitar el tema.
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