lunes, 1 de diciembre de 2014

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¿Fuera Peña?
-José Antonio Crespo, 24 nov 014
La democracia es un régimen político difícil de construir y más de consolidar en buena parte porque busca lograr múltiples equilibrios entre principios contrarios o difíciles de conciliar. Y los equilibrios, ya se sabe, son frágiles. Por ejemplo, algo que no hemos logrado ni de lejos es equilibrar el uso de la fuerza pública con el respeto a las garantías individuales y derechos humanos. Por eso nos vamos de un extremo al otro, reprimiendo innecesariamente a manifestantes y disidentes, o permitiendo que vándalos hagan y deshagan a voluntad sin mayor consecuencia para ellos. En ambos casos es la ciudadanía la que sale perdiendo. Pero otro equilibrio difícil de la gobernabilidad democrática es el que existe entre la estabilidad política y la rendición de cuentas. Desde luego, que prevalezca la total impunidad no sólo elimina la esencia del arreglo democrático, pues el abuso de poder se practica de manera rampante sin que haya consecuencias para nadie, y eso puede atentar contra la estabilidad y continuidad del régimen. Pero por otro lado, llamar a cuentas a los gobernantes no puede hacerse a la primera de cambios y por cualquier cosa; eso generaría una gran inestabilidad.
Los gobernantes incurren constantemente en abusos y privilegios, además de cometer errores y negligencias en su desempeño. La pregunta que toda democracia se hace es qué tanto abuso o ineficacia puede aceptarse antes de proceder a una remoción del gobernante en cuestión (suponiendo que se contaran con las instituciones eficaces para ello, lo que no es aún el caso de México). No conviene remover a un jefe de gobierno por cualquier tropiezo, declaración desafortunada o incluso algún privilegio o abuso, si este no es significativo. El cometido por Richard Nixon que ameritó su renuncia no era algo menor en las condiciones americanas; desviar fondos públicos para su campaña de reelección haciéndolos aparecer como si fueran de simpatizantes privados. Pero después quiso removerse a Bill Clinton por su aventura sexual, y no procedió en parte porque más allá de la falta moral, no generó un daño realmente grave ni a la sociedad ni al Estado.
Cuando se remueve a un jefe de gobierno, así sea sustituido por un vicepresidente o un interino, se pone en riesgo la estabilidad política, y es por ello que sin renunciar a esa posibilidad (parte esencial de la rendición de cuentas) una democracia limita las circunstancias en que deba o pueda ocurrir. Incluso en un sistema parlamentario, donde la remoción del primer ministro por razones políticas está contemplada, no ocurre fácilmente. Es necesaria una mayoría de la Cámara Baja que incluiría a miembros del partido gobernante, que sólo respaldarían una moción de censura o remoción cuando algo grave está de fondo, pues además quienes así votan arriesgan su propia curul si es que el jefe de gobierno convoca a elecciones extraordinarias donde será el electorado el que decida a quién darle la razón; una moción de remoción por algo que no lo amerite pone en riesgo la curul y carrera parlamentaria de quienes voten por ello.
No me parece que lo ocurrido en Iguala amerite la renuncia de Peña Nieto, como muchos claman, por más que haya cierta responsabilidad política del gobierno nacional. Pero no fue una orden directa del Presidente la detención ni menos la desaparición y ejecución de los normalistas. Y para proteger la estabilidad política, los miembros del gabinete fungen también como fusibles antes de que llegue el corto circuito a la presidencia misma. Las negligencias que se reclaman pasarían primero por el gabinete. Quienes insisten en la renuncia de Peña Nieto, por tanto, parecen ser los grupos e individuos que buscan desestabilizar al régimen no sé exactamente con qué propósito; no surgiría como consecuencia un régimen ideal, sino que se agravaría la actual inestabilidad social, que es campo de cultivo para el crimen organizado. ¿Fuera Peña? A quién le conviene. 
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 Efectos electorales
-J.A. Crespo, Profesor del CIDE, 1 dic 014
Le tocó al gobierno de Enrique Peña Nieto la crisis de credibilidad gubernamental que en realidad se viene gestando desde hace varios años. Acontecimientos similares a los de Iguala se habían registrado varias veces durante el gobierno de Felipe Calderón, que suscitaron protestas y movilizaciones limitadas, como la de los familiares de víctimas encabezados por Javier Sicilia, que emprendieron varias caravanas de protesta. Pero ninguno con la extensión e intensidad del actual. Iguala (y en menor medida, Tlatlaya) fue detonador de este descontento acumulado, que no sólo tiene que ver con las condiciones de inseguridad, sino también con la corrupción generalizada del Estado. Aparentemente, la crisis de credibilidad actual no sólo se enfoca al gobierno nacional, sino a toda la clase política en general, pues toda ella se ha mostrado vinculada y complaciente con el crimen organizado, empezando por el PRD, protagonista de esta tragedia (y recordemos cómo introdujo clandestinamente al diputado Godoy al Congreso para garantizarle su fuero legislativo, cuando era acusado de vínculos con el crimen que resultaron ciertos). El PAN está enlodado con los asuntos de los casinos y de los jugosos moches. Ninguno se salva (aunque Morena asegura que viene de otro planeta).
No se sabe bien a bien qué ocurrirá con la ola de protestas y movilizaciones. Lo que se pide será imposible de resolver por el gobierno; el retorno con vida de los normalistas. ¿Seguirán las movilizaciones pese a ello, o lo harán pero con propuestas concretas para el combate a fondo de la inseguridad y la corrupción? El plan planteado por Peña Nieto tiene aspectos interesantes, pero la suspicacia general de la sociedad lo ponen en veremos. El combate a la corrupción debe demostrarse más allá del apoyo a la iniciativa para un nuevo sistema nacional anticorrupción, donde además la autonomía de las instituciones encargadas queda en entredicho, por la partidización que hemos visto de los órganos constitucionalmente autónomos.
La pregunta que ronda en el aire es cómo la actual crisis afectará los resultados electorales de 2015, al menos a nivel federal. Antes de la crisis, parecía que al PRI le iría bastante bien, que sufriría un golpe menor y mantendría el grueso de sus curules en la Cámara de Diputados, y algunos incluso sostenían que podría incrementar su presencia, ante el desplome y descrédito de los partidos opositores. Eso, pese a que tradicionalmente las elecciones intermedias representan una factura al partido gobernante. Y es que además en esos comicios prevalece la abstención, lo que favorece el voto duro, siendo el del PRI el más nutrido y extenso. Pero ahora no se sabe cuál será la repercusión de la crisis actual sobre el PRI. Pero la oposición no sale librada de esta crisis, además de presentarse mucho más dividida que el disciplinado PRI (que eso le ayudará al tricolor a amortiguar el golpe). No se diga en el PRD que sufre la mayor crisis de su historia de 25 años, primero con la fractura de Morena y ahora con la salida, simbólicamente significativa, de su fundador. Sin duda la izquierda, que tradicionalmente sufre una caída fuerte en comicios intermedios, resentirá un mayor descalabro ahora (pues los votos que Morena le quite en diversos distritos ni siquiera darán el triunfo a ese partido, sino favorecerá a otros). El PAN pareciera poder elevar su posición, así sea porque en 2012 sufrió un auténtico desastre que ahora podría subsanar parcialmente. Pero tampoco tiene las credenciales para presentarse como la mejor opción.
Queda entonces la incógnita de si la actual indignación ciudadana encontrará en el voto nulo una forma de canalizar su protesta, con mayor razón que en 2009, pues si bien no tiene efectos jurídicos, sí los tiene políticos. Genera una merma grave de legitimidad en el sistema de partidos que se verían presionados a conceder nuevas y mejores medidas de control ciudadano sobre la clase política. O quizá haya mayor abstención que lo normal, aunque ésta no tiene los mismos efectos políticos que el voto nulo, pues es silenciosa y amorfa.

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