Lápices de colores
-Discurso de Claudio Magris en la recepción del Premio FIL de Literatura
Hace
muchos años, Heimito von Doderer, el gran narrador austriaco, teórico y
creador de la novela total, me envió un ejemplar de su obra maestra
Las escalinatas de Strudlhof, con una afectuosa, amplia y autoirónica
dedicatoria escrita con seis lápices de colores. Algunas letras en azul,
otras en rojo, una palabra entera en amarillo, y así sucesivamente.
Aquella dedicatoria era probablemente también autoirónica porque
utilizaba colores diferentes para escribir –a mano– sus novelas, largas
como la vida misma; los colores diferenciaban los distintos planos de la
novela: la narración de los sucesos, el flujo de la conciencia, las
descripciones… Utilizar colores diferentes también para escribir la
dedicatoria significaba que toda escritura –así fueran unas cuantas
líneas– es un texto, un tejido de planos diferentes, rico en
referencias; sostenido por una tensión entre la totalidad y el
fragmento, lo dicho y lo no dicho. La escritura tiene colores y lápices
diferentes, también para quien no escribe a mano, como lo hace Doderer.
Diversos colores, diversas escrituras, también en el espacio de aquella
que las abraza a todas, la escritura única e irrepetible de cada autor.
No sé cuántos lápices debería tener yo cuando, en la mesa de mi
cuarto o en la del Café San Marcos, en Trieste, intento garabatear mis
páginas. Un color simple y definido es el del lápiz con el que se
escriben los libros e incluso los textos breves, de los que conocemos,
antes de empezar, la naturaleza, el tema, el objetivo, al menos es lo
que yo hago y he hecho en el pasado. Es el caso de los textos de crítica
literaria. Por ejemplo, cuando me senté a escribir una monografía sobre
Wilhelm Heinse, un autor alemán de finales del siglo XVIII, no sabía a
qué resultado llegaría, pero sabía cuál era el tema y el objetivo de
aquella escritura, es decir: analizar la obra del autor. El color de mi
lápiz era firme, no irradiaba reflejos ni reverberaciones misteriosas,
no se confundía con otros colores, no cambiaba su significado, como por
ejemplo un azul marino que puede evocar nostalgia o felicidad en un
mismo instante, pálido color de la angustia y la muerte. Pero ya en
otros estudios críticos se había insinuado de pronto una inquietante
ambigüedad, una estimulante y perturbadora incertidumbre sobre lo que yo
estaba buscando. En un libro que escribí sobre Hoffmann, el genial
escritor decimonónico romántico del inconsciente y el doble, me
introduje en su obra y en el Romanticismo europeo que se refleja en
ella. Aventurarse en el caos de sueños y fantasmas de sus relatos, donde
el Yo narrativo de pronto se sorprende hablando con una voz desconocida
y extraña que lo extravía, lo hechiza o lo devasta, requería no solo un
análisis histórico y crítico de la obra, sino que exigía internarse en
los laberintos ignotos de la vida e incluso de mi propia vida. Mientras
más avanzaba en la escritura, menos sabía lo que me esperaba, cuál era
el verdadero objetivo de mi búsqueda; el color de la escritura se
desvanecía como una nube y cada vez ignoraba más qué libro estaba
escribiendo aunque controlara meticulosamente cada detalle. Este proceso, existencial y estilístico, se fue acentuando
progresivamente aun antes de que empezara a escribir ficción, y
enseguida se convirtió en una norma de escritura.
El ensayo, por ejemplo, es una escritura que se hace a tientas,
ensayando, y el argumento se va creando conforme se avanza: se construye
y se busca a la vez. Es una forma de escritura que habla de un tema
queriendo expresar algo diferente que no se puede decir directamente, y
que el propio autor va conociendo poco a poco, se busca lo inexpresable
detrás de cada imagen. Cuando escribí mi primer libro, El mito
Habsbúrgico en la literatura austriaca moderna (1963), no sabía bien lo que quería escribir y esto me
sucede todavía; sólo cuando llego a una tercera parte o a la mitad, sé
qué libro quiero escribir, cuál es la metáfora detrás del tema explícito
y cuál es su verdadero objetivo; por ejemplo, escribir un poema sobre
un árbol y la luz que lo envuelve, puede ser la única manera en ese
momento para expresar el amor por una persona. El mito Habsbúrgico
celebraba el mundo austriaco como el mundo del orden que había
descubierto el desorden, una literatura que había denunciado el vacío,
el sinsentido, la crisis de la civilización. Un laboratorio del
nihilismo contemporáneo a la vez que una guerrilla en su contra.
De igual forma, el ensayo Lejos de dónde (1971) dedicado a la
civilización hebraico-oriental y vinculado con mi pasión por Isaac
Bashevis Singer, a quien conocí personalmente y ha sido uno de los
grandes encuentros de mi vida, se originó en la lectura casual de una
narración hebraico-oriental, la historia de dos judíos de una pequeña
ciudad de Europa del Este. Ambos se encuentran en una estación de tren. Uno de ellos lleva muchas maletas y el otro le pregunta: "¿Adónde vas?"; y éste responde: "Voy a Argentina"; aquél comenta: "¡Vas muy lejos!". Y
el segundo replica: "¿Lejos de dónde?". Es una respuesta talmúdica: se
responde con una pregunta. Significa por una parte que el judío,
que vive en el exilio, siempre está lejos de todo; y por otra, que
teniendo una patria en el Libro, en la tradición, en la Ley, nunca se
está lejos de nada. Me dediqué a leer historias de gueto de todos los
países posibles, a autores clásicos y a menores de la literatura en
yidis, historias jasídicas, relatos de todas partes del mundo y sobre
todo de Europa centro-oriental. Una civilización que ha sufrido con
tremenda violencia la erradicación, el exilio, persecuciones, amenazas
de aniquilación de su identidad… A todo esto se ha enfrentado oponiendo
una resistencia extraordinaria individual y un humorismo
indestructible. Éxodo, exilio, pérdida del Yo y una increíble
resistencia del Yo mismo. Pero, poco a poco, aquel libro se convirtió en una especie de
metáfora de mi propia vida, de mis afectos más profundos, de mi
existencia.
Así nació también Danubio. En septiembre de 1982, con mi mujer y
algunos amigos hicimos un viaje a Eslovaquia. Estábamos entre Viena y
Bratislava, cerca de la frontera Este, en lo que se ha dado en llamar "la otra Europa" (creo que mucho de lo que he escrito ha surgido del
deseo de quitar ese adjetivo "otra", de lograr que se comprenda que esa
Europa es igualmente digna). Veíamos fluir el Danubio, el esplendor de
sus aguas, su color no se diferenciaba de la hierba del campo; no se
distinguía bien dónde empezaba y dónde terminaba el río, qué era río y
que no. Estábamos viviendo un momento de felicidad y armonía, uno de
esos raros instantes de concordancia con el flujo de la existencia. De
pronto vimos un cartel que decía: "Museo del Danubio". Esta palabra, "museo", aparecía tan ajena al encanto del momento, cuando Marisa dijo: "¿Qué pasaría si continuásemos vagando hasta la desembocadura del
Danubio?". Así comenzaron esos cuatro años de viajes, escritura y
re-escritura, vagabundeos donde el Danubio y la Mitteleuropa se
convierten en la Babel del mundo actual. La escritura de Danubio es
heterogénea, impura, mezcla de géneros y de registros estilísticos, como
las aguas del verdadero río –que no son azules–. Esto es válido, en
formas diversas, para todos mis libros, novelas, relatos y piezas teatrales que he escrito.
La escritura es a la vez un agente de aduana y un
contrabandista; establece fronteras y las transgrede. Se utilizan
lápices, colores diferentes, para la escritura ético-política y para la
propiamente literaria, de invención. Yo he escrito libros de fantasía,
de invención, pero también hace 47 años que escribo para el Corriere
della Sera sobre asuntos ético-políticos. Lo que da
orden al mundo es la sintaxis. Y las dos escrituras: la ético-política y
la fantástica-narrativa-teatral tienen sintaxis completamente
distintas. Hay tantas escrituras: las que dan voz a la tragedia y al
horror de la vida y aquellas que dan voz a su encanto; las que se
obsesionan con la verdad y aquellas que pretenden reinventar el mundo.
Está la escritura que nace en la cabeza, en el conocimiento intelectual,
y aquella que nace en la mano, en la creatividad que ignora que el
autor entiende menos su obra que los demás, como me sucedió cuando
hablaba con Singer y me daba cuenta de que yo entendía más sus grandes
obras, sus relatos y parábolas que había escrito él y no yo.
Hay una escritura que informa sobre el mundo, que detecta las
necesidades y denuncia las injusticias; también la escritura que se
practica como un "buen combate", para usar la expresión de San Pablo, en
defensa del ser humano, y hay la escritura que se ejerce con absoluta e
irresponsable libertad.
Hay una increíble paleta de colores diferentes, a veces cada
uno separado en su propio recipiente, como en las clases de dibujo o de
acuarela de la escuela, y otras veces se mezclan formando un color
imposible de nombrar.
La dialéctica que siento con más fuerza es la que se da entre la
escritura diurna y la nocturna –recordando la definición del gran
Ernesto Sábato de quien tuve la fortuna de ser amigo–. En la primera, un
escritor expresa un mundo en el que se reconoce, del que enuncia sus
valores, su modo de ser, aunque todo sea de su invención. En la segunda,
el escritor ajusta cuentas con algo que de pronto surge dentro de él y
que tal vez ignoraba: sentimientos, pulsiones inquietantes, "verdades
detestables" –como escribió Sábato–, que lo dejan estupefacto, lo
horrorizan, le muestran un rostro suyo desconocido, lo ponen frente a
frente con la Medusa de la vida que en ese momento no puede ser enviada
con el peluquero a que le corten la cabellera de serpientes para que
esté presentable. ¿Lápiz negro? En lo que me concierne, es en la narrativa donde
predomina la escritura nocturna, especialmente en la novela A ciegas -y
en la que estoy escribiendo y quizás publique en unos meses– además de
mis textos teatrales (sobre todo en La exposición). Comencé a escribir A ciegas en forma lineal, tradicional, pero
no funcionó, no podía funcionar porque en una narración el cómo –es
decir el estilo, la estructura, la escritura– debe corresponder,
identificarse incluso, con el qué, con la anécdota, y con su sentido o
sinsentido. No se puede escribir de forma tradicional, ordenada,
racional, armónica, una historia de delirio, de descomposición de los
sentidos, de desorden descomunal. El desorden y la tragedia están en
las cosas y en las palabras.
Mientras escribía A ciegas, me enfrentaba a la disyuntiva entre
la forma de verdad que la novela puede encontrar sólo a través de la
distorsión (si quiere ser auténtica), y la otra forma de verdad, por
ejemplo en una narrativa ético-política, que solamente puede ser
encontrada apegándose a la razón y a la racionalidad que el alto oleaje
de la épica parece haber llevado al naufragio. Sólo después me di
cuenta, una vez terminado el libro, cuánto le debe a Noticias del
Imperio de Fernando del Paso, a su flujo aglutinante que arrastra –en
una mezcla de erudición, sensualidad y delirio– núcleos intrincados de
vida y de Historia. Para la novela del siglo XIX –grande o menor– la
acción del individuo estaba inserta en una Historia, difícil pero no del
todo irracional. El escritor decimonónico, cuando inventaba historias,
podía apegarse a la misma visión de la Historia que él expresaba en sus
escritos históricos y políticos. Y podía incluso usar un estilo
narrativo de alguna manera análogo. La escritura de Víctor Hugo en Los
Miserables, no es demasiado distinta de la de sus polémicas contra
Napoleón III. Kafka o Rulfo, en cambio, no hubieran podido escribir una
declaración política, o un mensaje de solidaridad con las víctimas de la
explotación, con el mismo lenguaje de La Metamorfosis o de Pedro Páramo.
Las obras maestras del siglo XIX, escribió un célebre escritor
italiano, Raffaele La Capria, son obras maestras imperfectas. Con estas
palabras no pretendía naturalmente negar la grandeza de Kafka, Svevo,
Joyce o de los grandes autores latinoamericanos, sino quería subrayar
cómo estos autores habían asumido, en las estructuras mismas de su
narrativa, el desorden del mundo, la dificultad o la imposibilidad de
entenderlo y de expresarlo conforme con un orden, el Maelstrom (gran remolino) en el que
sucumben cosas y palabras.
¿Por qué se escribe? Por tantas razones: por amor, por miedo,
como protesta, para distraerse ante la imposibilidad de vivir, para
exorcizar un vacío, para buscarle un sentido a la vida. A veces para
establecer un orden, otras para deshacer un orden preestablecido; para
defender a alguien, para agredir a alguien. Para luchar contra el
olvido, con el deseo –tal vez patético pero grande y apasionado– de
proteger, de salvar las cosas y sobre todo, los rostros amados de la
abrasión del tiempo, de la muerte. Escribir es también un intento de
construir un Arca de Noé para salvar todo lo que amamos, para salvar
–deseo vano e imposible, quijotesco pero inextirpable– cada vida.
No sé qué color tenga este grácil y maltrecho barquito de papel
que podemos construir con nuestras palabras; sabemos que está destinado a
hundirse pero no por eso dejamos de escribir. Y si se hunde, su
escritura no será de color negro, que es ausencia de color, sino
blanco, o sea la unión de todos los colores.
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