miércoles, 18 de junio de 2014

O cafeciño nocturno/ Una aromática historia de amorsh

 País cafetero y cafetalero por excelencia, el café llegó al norte de Brasil, en 1727, traído de la Guayana Francesa por el sargento portugués Francisco de Melo Palheta que al visitar al gobernador de Cayena, un tal Claude d’Orvilliers, en cuanto éste le presentó a Charlotte, su joven esposa veinte años más joven que el marido, el sargento Palheta se enamoró de ella al instante (oh, la-la: l'amour fou!) y comenzaron a pasar noches enteras juntos en la habitación de huéspedes, mientras el marido roncaba a pierna suelta -padecía gota- en la majestuosa recámara nupcial ¿Cómo lograba la parejita franco-lusitana mantenerse despierta toda la noche haciendo el amor? Cafecito mediante. Cuando el sargento Palheta debió regresar a Brasil, le pidió a la francesita unos cuantos granos de café (de la variedad arábica) en recuerdo de las febriles horas nocturnas de lucidez amorosa. Y a pesar de la prohibición que pesaba sobre el café que entonces distribuían exclusivamente los franceses (recuérdese que el cafecito fue traído a América en 1720, por el marinero francés Gabriel-Mathieu de Clieu, que sustrajo una plantita de café del Jardín Botánico Real, a donde había sido llevado desde Etiopía -el café, del árabe qahwá: 'vino negro', es oriundo de dicha nación- en tiempos del rey Luis XIV; luego de múltiples vicisitudes, De Clieu viajó a las colonias francesas y sembró el café precisamente en una de ellas: en la Isla de la Martinique o Martinica, desde donde se expandió a todo el continente), no obstante el veto comercial, como se dijo antes, la perdidamente enamorada y encafetada mujer del gobernador escondió unos granos o bayas en un ramo de flores. Así, el sargento Palheta, ramo en mano, a todo galope y de manera clandestina, introdujo al Brasil, la planta que pronto se volvería el principal cultivo del país y daría origen al surgimiento de un imperio económico carioca que duraría por décadas.

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