Cruzaba los precipicios de la cordillera gracias a un ingenioso juego
de poleas y cuerdas que él mismo manejaba, avanzando lentamente sobre
el abismo. Un día, las aves lo devoraron a medias y lo convirtieron en
un pingajo sanguinolento que se balanceaba al impulso del viento helado
de los páramos. Había robado una hembra de los constructores del
ferrocarril. Gozó con ella una breve noche de inagotable deseo y huyó cuando
ya le daban alcance los machos ofendidos. Se dice que la mujer lo había
impregnado en una substancia nacida de sus vísceras más secretas y cuyo
aroma enloqueció a las grandes aves de las tierras altas. El despojo
terminó por secarse al sol y tremolaba como una bandera de escarnio
sobre el silencio de los precipicios.
-Álvaro Mutis en Caravansary, FCE, 1981
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