sábado, 7 de julio de 2012

Relato para leer de preferencia, en viernes 13

Cierto día, de regreso a casa, en una banca del parque, el abuelo olvidó -o lo asaltaron a mano armada, no recuerda la versión exacta- el paquete de creencias religiosas de la familia. Al dar la noticia en casa, luego de expresivas manifestaciones de ira e histeria, sobre todo de mi madre y mis tías, al final se impuso la cordura y se aceptó la sugerencia del hijo cuarentón, en piyama y desempleado desde los 18 años, pero verboso teórico del café de la esquina, en el sentido de sustituir la religión por actividades supersticiosas, pues al fin y al cabo, ambas sustentan su valor en una fe irracional. Todos aplaudieron a rabiar y al instante, la tía Obdulia, la mujer mandona y castrante de la familia, distribuyó rituales: al abuelo, por su inconcebible torpeza, le correspondería tocar madera por la mañana, al mediodía y al anochecer; a la tía Sorayita, que trataba sus reumas con masajes del conserje, se le asignó la tarea de abrir el paraguas dentro de casa; a mi madre, siempre atada a la cocina y al burro de planchar, le tocó pasar el salero de mano en mano y derramar la sal de cuando en cuando; al hijo treintón, experto en entrevistas de trabajo siempre fallidas, le correspondió romper un espejo tras otro, pero en orden, y recogiendo los pedazos con la escoba; a la hija adolescente se le ordenó colocarse al pie del semáforo de la esquina y una vez encendidad la luz roja, hacer cruzar su enorme y sinuoso gato negro frente a los autos; y por último, al agobiado padre proveedor del sustento del hogar, se le encomendó que al regresar de la oficina, pasara por debajo de la escalera que todos los días colocaría a la entrada de la casa, la tía testosterona Obdulia. (MFM)

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