lunes, 21 de mayo de 2012

Síndrome del tilichento o de la biografía amontonada

La vida compulsiva de los hoarders
-Luis Hernán Castañeda

Yo viví durante dos años, sin descubrirlo hasta hace algunos días, justo al lado del departamento de quien sería calificado en inglés como un hoarder. Una noche salí a fumar y ahí estaba él, en el pasillo, un chico que tendría más o menos mi edad, de melena rubia, barba enmarañada y anteojitos redondos que protegían una mirada nerviosa. Esa fue la única conversación que tuvimos: me saludó con un tímido hi, me pidió un cigarro y, agradeciéndome casi sin palabras, se lo fumó a mi costado. Luego se metió en su departamento, cuyo interior yo había entrevisto varias veces porque él solía dejar la puerta abierta. Recuerdo ese recinto abigarrado, repleto de cosas que se apilaban unas sobre otras hasta el techo: cajas de cartón, maletas, libros y discos, papeles y más papeles, muebles innecesarios, una batería, una guitarra, varios televisores, más de una computadora, plantas, acuarios con peces y también vacíos. Allí, sentado ante un escritorio, normalmente estaba el chico, ¿acaso trabajando? Eso pensaba yo entonces; ahora no estoy tan seguro. La visión me perturbó la primera vez, pero me fui acostumbrando hasta que mi vecino dejó de ser una rareza llamativa: era muy desordenado, sin duda le costaba deshacerse de sus objetos, y acumulaba más de los que podía necesitar, pero gente extraña hay en todas partes, y cada quien tiene derecho a vivir como mejor le parezca sin ser molestado por la curiosidad ajena.
Estuve dos años en ese departamento de la calle Aurora, en Boulder. Como suele pasar, este curioso personaje, que a lo más daba para una anécdota, se borró de mi memoria apenas salí de allí. Hace menos de una semana, me entero por casualidad gracias una página especializada que ese vecino mío, casi seguramente, padecía del llamado "hoarding syndrome", o síndrome de acumulación compulsiva (también se dice de "acaparamiento"). Hay reality shows que giran en torno al asunto, pero yo lo ignoraba. En realidad la enfermedad es fácil de definir: las personas que la sufren compran sin límite porque hacerlo les provoca placer, tienen graves problemas para organizar sus posesiones, tal vez por un déficit de atención, y les cuesta lo indecible desprenderse de aquello que ya no les sirve: prefieren dejar ahí ese libro, encima de la mesa que pronto se convertirá en hogar de infinitos desperdicios. Para el hoarder, sin embargo, cada cosa tiene su sitio, su función. A veces, aunque no siempre, él es capaz de notar el desorden y de ensayar intentos frustrados de organización, que terminan en agotadoras sesiones en las que apenas consigue trasladar de aquí para allá algunas cosas, sin plan ni concierto. El paso del tiempo transforma el hogar del hoarder en un laberinto casi invivible, en el cual el espacio libre para moverse es mínimo: apenas una ruta segura a través del campo minado, un pasaje que permite desplazarse de la puerta hasta el baño. En ocasiones, ni siquiera existe esa ventana al mundo interior. ¿Habrá muerto alguno de ellos enterrado bajo el peso de una columna de platos y ollas que se derrumba sin aviso? Como es evidente, estas personas están expuestas a serios peligros, como incendios, pero también a insidiosos problemas de insalubridad.
Aunque en la literatura no faltan personajes de este tipo -pienso en uno de "Almas muertas" de Gógol-, el síndrome recién fue categorizado hace unos treinta años. Los estudios son, todavía, insuficientes. No estamos hablando de avaricia. Aparentemente, es hereditario. Está ligado al perfeccionismo y la dificultad para tomar decisiones; posiblemente, también, se correlaciona con infancias lastradas por la pobreza. Las medicinas no rinden buenos resultados; la terapia sólo actúa en una tercera parte de los casos. Se estima que un 5% de la población norteamericana sobrelleva, en algún grado, este síndrome. A diferencia de los obsesivos-compulsivos, los hoarders no experimentan, en su vida diaria, sentimientos de ansiedad; pero sí una tristeza profunda cuando se ven obligados, por razones terapéuticas o porque ya no dan más, a descartar sus queridas posesiones, con las cuales establecen lazos afectivos imposibles de romper. Podría decirse que, desde su punto de vista, estamos refiriéndonos a seres vivientes. Cada pertenencia, que un observador externo desdeñaría como un cachivache, encierra un recuerdo, un sentimiento más o menos antiguo, y su presencia física en el espacio es un signo de ese otro dédalo, aún más denso y caótico, que debe ser la mente de un hoarder: su fatigada memoria.
¿Cómo será estar en el pellejo de uno de ellos y entrar, de repente, a un universo poblado de millones de estímulos, una vasta y compleja red que hace pensar en la Biblioteca de Babel, o en las tribulaciones de Funes, el memorioso? ¿Cómo dominar esa inmensidad, y navegar en intimidad tan avasalladora sin perderse ni verse alcanzado por las heridas que saltan a tu paso como animales salvajes desde cada rincón? Existen también recuerdos gratos, por supuesto: ellos se brindarán como amuletos contra las tretas de la oscuridad. ¿Encarna una bibicleta vieja, o un billete de otro país la salvación de algún desconocido que vive a la vuelta de la esquina? Por lo pronto, mi vecino, el chico de la barba enmarañada y los anteojitos redondos, pasaba muchas horas sentado al escritorio de su "vivienda" -una ironía cruel-, pero su luz estaba apagada. Recién ahora soy consciente de que no estaba trabajando, tampoco escribiendo. Su labor era más ardua y sin duda más crucial, porque de sus malabares de coleccionista y bibliotecario dependía la estabilidad del cosmos, la continuidad de la vida misma. Quién sabe si, cuando se hacía de noche, ese hoarder solitario aceptaba de buena gana la misión de velar también por mí, de ocultarme el desorden ilusoriamente organizado para asegurar la tranquilidad de mi sueño.

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