domingo, 15 de abril de 2012

La Titanicomanía o el gusto por lo-gran-do-te

Edward J. Smith, capitán del Titanic, en piyama
Impelida por fuerzas adictivas abismales, la Titanicomanía sigue impertérrita su trayectoria, auspiciada ahora en 3D por el capitán James Cameron, avatar del capitán Edward John Smith. La adicción al paladeo babeante de cifras hiperbólicas mezcla cantidades de la megatragedia (¡2,224 pasajeros a bordo! En la cocina del barco: ¡400,000 huevos, 1 tonelada de salchichas y 3 de mantequilla! Más ¡34,000 kilos de carne fresca y 5,000 kilos de pescado! En la cava: ¡5,000 botellas de champán!) con las de la megapelícula (costó 280 millones de dólares; recaudó 1,800 millones de dólares). Un Titanicómano empedernido se torna, de la noche a la mañana, en experto naval con capacidad para barajar un mínimo de cinco hipótesis de golpe de timón que con-to-da-se-gu-ri-dad (con la palma de la mano se azota la mesa siete veces -una por cada sílaba) hubiesen salvado al barco; más aun: el enfermo de Titanicomanía se descubre de súbito, especialista en masas de hielo: al iceberg (los mexicanos, tan cerca de Dios EEUU, pronunciamos aisberg; los ibéricos chillan: íii-ce-ber') que poseía 400 metros de ancho y emergía de la superficie, 30 metros, se le debió chocar de frente y así, con el trozo de hielo encajado en la proa, el Titanic hubiese llegado estornudando a Nueva York. Todo buen Titanicómano ha de traer en la punta de la lengua, ensalivada en detalles, anécdotas de supervivencia (*) incluida la del violinista buzo de la banda que persiste en tocar en el fondo del mar. La Titanicomanía incluye biólogos marinos doctorados de improviso, capaces de dar cuenta de la cantidad de pulpos, anchoas, carpas, dorados y pececillos de colores que perecieron arrastrados por el hundimiento del Titanic.
¿De dónde procede la Titanicomanía y las megadicciones? De la atracción fatal del ser humano por las proporciones sobrehumanas de oquis (lo grandote-a-lo-baboso); esto es, se trata de la seducción del lujo arrollador por sus ingentes dimensiones. Escúchese verbigracia, a comentaristas semianalfabetos de Deportes, farfullar con fruición los cientos o miles de millones de dólares que cuesta el contrato de los pateabalones Chicharito, Mesi o Critiano Ronaldo; los millones de dólares que gana o deja de ganar un golfista, corredor de autos, jugador de futbol americano o beisbolista. O escúchese a los comentaristas de Espectáculos arrebatándose las palabras para salivar las recientes ganancias de Justin Bieberón, Lady Gaga o Rihanna. ¿Cuál es la utilidad de dicha información sin contexto; qué se puede hacer con esos datos aislados de cifras estratosféricas danzantes; a qué necesidad de conocimiento atienden? La única respuesta posible apunta al síndrome de la Titanicomanía. Dedúzcanse sus poderosos efectos en una sociedad clasista, poblada de clases medias al borde del colapso económico que anhelan sustituir al menos en la imaginación, la escasez cuentachiles por el número de pasajeros del Titanic: 2,227; muertos: 1.522; supervivientes: 705; precio del boleto de primera clase: 4,350 dólares; peso del barco: 46,329 toneladas; costo de la nave: 7.5 millones de dólares.
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(*) Como la del mexicano Manuel Uruchurtu quien, ya instalado en el bote número 11, escuchó los alaridos de Elizabeth Ramell, una guapa pasajera que rogaba al oficial que le permitiese trepar en la lanchita, ya que su esposo y su hijo la esperaban en Nueva York. Uruchurtu cedió su sitio a la dama haciéndole prometer, a cambio, que visitaría a su esposa en México. Se comprobó que Ramell era una vieja transa que ni estaba casada ni tenía hijos, pero lo que sí hizo en 1924 (¡doce años más tarde!), fue cumplir la promesa que le había hecho a su salvador. Tal parece que la esposa fue de inmediato a contárselo a Guadalupe Loaeza.

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