martes, 18 de octubre de 2011

El canto de la sirena

Va sobre espuma alzada, casi en vuelo,
sin rozar el navío ni la roca
y la distancia abierta la provoca
un doloroso afán de agua y de cielo

El canto suelto, desflecado el pelo,
de la tierra inocente, grave y loca;
encendidos los sueños y en la boca
la extraña sangre de una flor de hielo

No es el tritón quien le transforma el pecho,
ni el querubín se inflama entre sus labios
para beber después llanto deshecho

Un hombre, nada más… Con brazos sabios
la tiende sobre el peso de la tierra
y allí se arrastra dulcemente en guerra
-Claudia Lars


Sirena, proyección delirante del marinero que dura años en alta mar sin tocar tierra, aun cuando sabe que quizá sean meras olas turgentes, formas de la marejada y la espuma, canto o sonido agudo de la gaviota fusionado con el estruendo de las aguas, el marinero empero quiere verla, la ve y entonces elabora y reelabora el angustioso cuestionario mental: no por qué seduce el canto de la sirena ni siquiera si ella es real sino ¿cómo hacen el amor los peces, cómo se hace el amor a un pez? El deseo seco en cubierta, en la superficie.
El marinero, simple, basto, no ve que de la cintura hacia abajo ella se sumerge en agua, mojada, húmeda; no ve en las escamas pliegues, labios, paredes de piel; no ve en la coleta clítoris que azota el oleaje; no oye que el canto que surfea en lo alto de la ola es clímax que se precipita luego, se viene a tierra al silencio cálido de la costa. No ve ni oye nada el marinero que como Ulises ese gran masturbador que se ató a su propio palo, elige defenderse: la sirena es amenaza, monstruo cuyo canto es tramposo, abrazarla es ahogarse. En cubierta, seco, el marino impertérrito pasa de largo en el navío en soporífera travesía.

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